AMLO y sus atinados

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Por Raúl Trejo Delarbre

La tolerancia no es lo suyo. Andrés Manuel López Obrador pierde los estribos cuando le recuerdan incongruencias de su discurso maniqueo. Ha querido construir un escenario donde todos los que no se allanan a su liderazgo son inconsecuentes y traidores. El que conduce él mismo es el flanco de los correctos y virtuosos. En tiempos del viejo priismo, en los que él se formó, se hablaba de políticos “atinados” para designar a quienes, no obstante las máculas en sus trayectorias, se convertían en políticamente absueltos si se colocaban al lado del gobierno o el presidenciable. Eran atinados por oportunos y nadie aventuraba hablar de oportunismo; sus convicciones eran las de la conveniencia; formaban parte de la legión de afortunados que recibían el beneplácito del Tlatoani.

Acostumbrado a esa cultura autoritaria, donde la discrepancia no es mas que aderezo momentáneo y la pluralidad resulta impensable, López Obrador exige incondicionalidad a su legión de atinados. Ellos lo siguen y aplauden con una fidelidad que él mismo consagró con aquella descriptiva metáfora de los solovinos. En ese amasijo que es Morena, todo ambiciones y pragmatismo al margen de un proyecto claro y viable, se han mimetizado personajes y personitas que venían de las izquierdas, pero que tuvieron que hacer a un lado el ánimo crítico para subordinarse a los dictados y dicterios de López Obrador.

Morena es hoy una amalgama de ex priistas, al lado de populistas que alguna vez fueron de izquierdas. Eso era en buena medida el PRD. Pero allí, además, hoy figuran, independientemente de que se hayan adherido formalmente, algunos de los líderes más desprestigiados del viejo sindicalismo antidemocrático, caciques locales empoderados a la sombra de pandillas criminales, empresarios de la comunicación enriquecidos con la difusión de basura mediática, desertores de las más variadas siglas políticas en busca de posiciones que no alcanzaron en sus partidos originarios.

A todos ellos los congrega la ilusión de compartir el poder. No existe un programa de gobierno, ni una colección de principios, mucho menos una experiencia de lucha en común ni la aspiración por un país diferente. El país que ambiciona esa mescolanza de adláteres de AMLO es el México del presidencialismo totémico, el país de prebendas ganadas a partir de la subordinación y el sigilo políticos.

La causa de AMLO es él mismo. El paupérrimo discurso político que repite lo ubica como el único bálsamo para los quebrantos nacionales. La corrupción, supone, se resolverá providencialmente cuando tengamos una presidencia ejemplar. De allí se desparramarán los recursos que hoy no tenemos y, por lo tanto, el bienestar y la felicidad. Así de simple. Así de inviable.

Debe ser él, o será el diluvio. El discurso maniqueo no admite contraste alguno con la diversidad. Pero, además, cada tropiezo de sus contendientes incrementa sus posibilidades. El desprestigio incontenible del PRI, que se acrecienta con las torpezas e insensibilidades del gobierno; el estancamiento y el cisma interno de Acción Nacional; la erosión de lo que alguna vez fue el PRD y la inviabilidad hasta ahora de una candidatura distinta a las de esos partidos que fuese a la vez competitiva y confiable, les abren el paso a López Obrador y a la corte de atinados que se disputan su aquiescencia.

A ese caudillo, sin embargo, le sobra soberbia. Él mismo se dibuja en cada pataleta ante quienes se aventuran a contradecirlo. El escenario maniqueo —acá todos los atinados y allá el resto, todos ignominiosos porque no se han sometido al líder— acusa fracturas en cada cuestionamiento a las alianzas inmorales que lo respaldan.

Inmorales, sí, porque incluso en una política tan extraviada hay coordenadas éticas o se aprecia la ausencia de éstas. Cualquiera que sea el emplazamiento político desde donde se les mire, son inmorales el enriquecimiento de Elba Esther Gordillo, el caudillismo que aún en su dorado exilio ejerce Napoleón Gómez Urrutia, la manipulación que hace Fernando Espino con intereses y trabajadores del Sistema de Transporte Colectivo, la televisión de Ricardo Salinas Pliego.

Esos personajes tienen en común un pasado de convenencierismo priista. La maestra Gordillo se benefició del reemplazo en la cúpula del sindicato de los maestros donde acumuló privilegios, poder y, a juzgar por las propiedades que se le conocen, mucho dinero. Luego perdió el apoyo del gobierno y el PRI y ha sido sometida a un proceso judicial discutido y discutible.

Napoleón Gómez Urrutia llegó a encabezar el sindicato minero metalúrgico no por méritos laborales, sino por herencia. Allí usufructuó privilegios y trató de mantener los equilibrios internos que su padre estableció con perversa habilidad política, al representar demandas legítimas de los trabajadores junto con la subordinación al gobierno. Los gobiernos panistas quisieron hacer de él un ejemplo de la lucha contra la corrupción, pero tropezaron con las corporativas reglas del Sindicato Minero y con las dificultades para la extradición desde Canadá.

Fernando Espino Arévalo ha torcido las reglas sindicales y ha mezclado recursos clientelares con medidas autoritarias para mantenerse durante casi cuatro décadas al frente de los trabajadores del Sistema de Transporta Colectivo, Metro. Cuando Andrés Manuel López Obrador fue jefe de Gobierno de la Ciudad de México, el PRI utilizó a Espino para hacer del sindicato una fuente de conflictos contra esa administración. Ahora Espino se ha alejado del PRI y forma filas entre los fieles de AMLO.

Ricardo Salinas Pliego y Televisión Azteca se han apartado y distanciado, sucesivamente, del hoy precandidato de Morena. En 2006, esa televisora le cobró a López Obrador un precio cuarenta veces menor al de sus tarifas publicitarias por una serie de programas matutinos durante aquella campaña presidencial (los datos se encuentran en mi libro Simpatía por el rating). Ahora, Salinas Pliego se aproxima de nuevo a ese candidato y envía a Esteban Moctezuma, directivo de la Fundación Azteca, a formar parte del equipo de López Obrador.

Gordillo, Gómez Urrutia, Espino Arévalo y Salinas Pliego comparten tres rasgos políticos. En primer lugar, una historia de compromisos y beneficios con gobiernos priistas, independientemente del desenlace perjudicial para algunos de ellos. En segundo término, su decisión reciente para acercarse a López Obrador. En tercero, sus costumbres antidemocráticas.

López Obrador no tiene una trayectoria, un comportamiento ni un discurso democráticos, pero la pulcritud que pretende queda deslustrada cuando se le contrasta con sus alianzas y con los negocios de algunos de sus adeptos. Cuando se le recuerdan los videos donde una militante de Morena en Veracruz recibe dinero destinado a él, elude discutir y, sobre todo, aclarar ese asunto. A los periodistas que le preguntan por el acercamiento con personajes del círculo personal de Elba Esther Gordillo, les replica con injurias.

A José Cárdenas, en Radio Fórmula, lo acusó de calumniador cuando le preguntó por la alianza con Gordillo. Cuando el periodista rechazó esa descalificación, el dirigente de Morena le indicó que debe hacer “un periodismo independiente, distante del poder, cercano al pueblo”. Para López Obrador, solamente tienen esa cercanía quienes le hacen preguntas a modo. El pueblo, para él, es él.

A Carmen Aristegui, insospechable hasta ahora de posiciones contrarias a López Obrador, le reclamó, con grosera ironía, “sigue tu camino, Carmen, vas muy bien así”, cuando esa periodista le hizo preguntas incómodas. Como ella insistió, la etiquetó diciéndole: “tú eres mirona profesional”, como si el hecho de informar tuviera que privarla de tener opiniones propias.

Cuando Aristegui le preguntó por los videos de la diputada local en Veracruz, Eva Cadena, que fue registrada al recibir dinero para Morena y que han sido difundidos por El Universal, López Obrador replicó: “ése es un pasquín del régimen… ese periódico nació para defender a las compañías petroleras extranjeras cuando la expropiación”. Sin embargo, El Universal no surgió en 1938, sino 22 años antes, en 1916.

La intolerancia y las evasivas de López Obrador tienen que inquietarnos a todos. Entre sus seguidores hay ciudadanos convencidos, de buena fe, de que hay que dispensarle errores y abusos porque sus virtudes son mayores. Pero la abstención crítica nunca ha sido buen camino frente a desatinos de los personajes públicos y es incongruente con la construcción de una sociedad abierta.

Los desplantes de López Obrador reiteran su inhabilidad para gobernar en democracia. Si se le evalúa a partir de sus adherentes notables, resulta claro que Morena se ha convertido en una coalición de ambiciosos y acomodaticios. Eso sí, muy atinados.