Madres, entre la desesperanza y la pobreza
Para algunas mujeres, el 10 de Mayo no es ningún día especial
Con ellas hoy no habrá festejo, sólo su lucha diaria por subsistir
Jorge Morales
Xalapa
Por lo menos dos días a la semana, Maximina Hernández, una mujer de 88 años, camina descalza un par de horas desde San Andrés Tlalnelhuayocan para vender verduras en Xalapa.
Maximina es una de las cientos de mujeres que migran silenciosa y cotidianamente desde ese vecino municipio, hundido en la marginación y la pobreza, hacia la capital, luchando por subsistir con la venta de productos del campo y labores domésticas. Es una de las popularmente llamadas “marías”.
Haga frío o calor, la mujer realiza puntualmente el mismo trayecto el martes y el jueves.
Normalmente se le encuentra en la esquina de las calles Sayago y Vicente Guerrero, del centro de la ciudad.
En esta ocasión la acompaña una de sus sobrinas, de nombre Yolanda, madre soltera de un niño de 6 años y a quien su marido abandonó cuando supo que estaba embarazada: “Se enojó, me dijo que por qué me embaracé y se fue”, narra.
Para ambas mujeres, el 10 de Mayo no es ningún día especial.
—¿Cómo celebran el Día de la Madre en su familia?— le pregunto a Maximina, quien se queda en silencio. Su nieta responde por ella.
-—Es algo que no significa nada. En Navidad ha sucedido que no tenemos ni para frijoles. Por ejemplo, el Año Nuevo de hecho no teníamos nada en la mesa… ni frijoles.
Pobreza
Maximina, quien parece salida de una estampa de la época de la Revolución, con sus pies descalzos, su rebozo gris y canasto de palma, tiene unos 20 años dedicada a la venta de verduras. Lo primero que llama la atención son sus pies desnudos.
—¿Usted es de San Andrés Tlalnelhuayocan?— le pregunto.
—Sí, de allá semos.
—¿No le molesta y le cansa andar descalza?
-No, viera que no, camino tranquila y ni me canso. Desde niña vengo caminando así.
Antes incluso, dice, “me llevaba mi papacito desde San Andrés a Coatepec caminando. Aclarando la mañana ya estábamos allá en Paso Ancho. Eran como cuatro horas”.
Penurias
Maximina, quien no tiene instrucción, no sabe otra cosa más que trabajar, de toda la vida.
Recuerda por ejemplo que cuando era pequeña: “Ahí donde era la fábrica (de San Bruno) había un destacamento de soldados. En la banqueta estaba llena de señoras, moliendo en la calle. Y ahí entregaba yo carbón”.
Y “cuando no había carbón, yo traía leña, un ciento de leña ahumada y a 15 centavos el ciento se vendía”.
En alguna época, también se dedicó a labores domésticas.
“Anduve trabajando en casas. Entré en una por ahí por La Piedad. ¿Y cuánto me pagaban? Tres pesos el mes y hacer todo el quehacer: lavar ropa, planchar, lavar piso, hacer tortillas, hacer la comida. Después anduve trabajando por donde quiera”.
Vivir del campo
Maximina ni siquiera tiene una huerta propia. Anteriormente, revendía los productos de las huertas de vecinos o de familiares a los que compraba.
Ahora reconoce que sus nopales y elotes los compra directamente en el mercado San José.
Su jornada comienza en la madrugada y termina por la tarde.
Le ha tocado regresarse con apenas 30 pesos de ganancia en la bolsa. “Deja poquito”, reconoce Maximina, “pero de no estar en la casa…”.
A su sobrina tampoco le ha ido bien en ocasiones por “tanta competencia” que hay en las calles de otras mujeres y de los espacios ocupados. De doce paquetes de gorditas que a veces trae de su casa, sólo vende ocho.
Vender en la vía pública, además, es difícil si no se tiene permiso. Los inspectores o quienes dicen serlo, pues ni siquiera portan uniforme o credencial, hostigan todo el tiempo. Pero cualquiera de estas cosas es preferible a morirse de hambre en San Andrés Tlalnelhuayocan.
Dice Yolanda: “Mis hermanos trabajan de albañiles y les pagan bien poco. Y luego se tardan dos o tres semanas para encontrar trabajo y luego sólo trabajan una semana y se acaba. Y así se van, se pasa el año y otra vez igual”.
Durante la entrevista, los pies y manos de Maximina siempre están en movimiento y parecen estar ocupados. Se levanta varias veces y con una agilidad sorprendente reacomoda sus productos que yacen en el suelo, sobre bolsas y canastos pesados.
En algún momento saca unos elotes y los pela deshojándolos velozmente con fuerza.
“¿A cuánto los elotes?”, le dice una ama de casa. “A cuatro pesos”, responde.
—¿Qué edad tiene usted?— le pregunto, olvidadizo.
—Ya te dije, 88 años- dice, entre risas, con agilidad mental.
—Perdón, es que la veo con mucha energía— le comento.
—Sí, ¿verdad’, será porque hay que caminar— responde de lo más natural y es en serio, porque a sus 88 años a Maximima aún le espera una larga caminata a pie de regreso a casa.