OPINIÓN / Estigmatizar: epidemia ancestral e incontrolable / ARNOLDO KRAUS

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Estigmatizar no es una entrada en los diccionarios médicos. El acto, por lo tanto, no se considera enfermedad. Ni el estigmatizador ni el estigmatizado son sujetos de apoyo médico. El fenómeno compete a toda la humanidad; son numerosos los rubros implicados: religiosos, políticos, económicos, raciales, sociales, sexuales (LGBTQ+), profesionales, de servicios (trabajadoras domésticas, trabajadoras y trabajadores sexuales), etcétera: esto es, todos los espacios en donde el ser humano tenga que ver con sus pares.

La estigmatización seguramente nació con los primeros seres humanos. Marcar con hierro candente a los esclavos era práctica común; se les denostaba, se les excluía, se les marginaba. No en balde se han vandalizado o destruido estatuas de Colón en Latinoamérica, y en Estados Unidos, donde también han sido pintarrajeadas algunas como la de Jefferson Davis, expresidente de los Estados Confederados. Ahora no se utiliza el hierro, pero sí otros agravios similares que duelen distinto, pero matan igual. Trabajadoras domésticas, empleados en fincas cafetaleras en el sur de México, niñas y niños en casas de prostitución, son ejemplos de esclavitud contemporánea. Algunos enfermos son también víctimas: “sidoso”, “leproso” o “tuberculoso” son términos despectivos. A homosexuales se les asesina por doquier; los crímenes por homofobia en Latinoamérica y en naciones árabes son habituales.

Quienes padecen suelen ser excluidos. Con frecuencia el daño es irreparable. Los suicidios por la crudeza con la que en ocasiones se ejerce la estigmatización no son infrecuentes; las víctimas sufren y muchas nunca se recuperan. Una materia médica que trate el brete sería bienvenida.

Estigmatizar es una enfermedad vieja, vigente y altamente contagiosa. Aunque no se conoce ni nunca se conocerá su prevalencia es probable que cada vez sea mayor. Las fake news, las quasi incontables nuevas formas de comunicación (o incomunicación) contagian y propagan el fenómeno. Niñas que se quitan la vida tras mostrar los senos en fotografías o videos, pequeños con tendencias homosexuales o con defectos físicos, con frecuencia maltratados, son ejemplos del mosaico de la estigmatización.

Los conceptos acerca de la estigmatización en el Diccionario de la Lengua Española son inadecuados: 1. Marca o señal en el cuerpo. 2. Desdoro, afrenta, mala fama. 3. Lesión orgánica o trastorno funcional que indica enfermedad constitucional o hereditaria. Mejor la idea acuñada desde la sociología: “condición, atributo, rasgo o comportamiento que hace que la persona portadora sea incluida en una categoría negativa por lo que se le considera, desde el punto de vista cultural, como inaceptable o inferior”.

La conducta estigmatizadora se ha sofisticado. Uno quisiera pensar que el fenómeno de la estigmatización debería ser proporcionalmente inverso al del conocimiento. Y uno quisiera también pensar que la sabiduría humana/ética debería ser proporcionalmente directa al paso del tiempo. Ambos supuestos son erróneos.

Estigmatizar devalúa. La deshumanización contemporánea favorece la estigmatización. La creciente epidemia de bullying, margina y mata. No hay grandes antídotos contra la estigmatización y el bullying. Los esquemas educacionales, las doctrinas religiosas y los preceptos familiares han fracasado. Ética y moral tampoco han servido. Sin embargo, apelar a la ética es imprescindible. Es el único espacio en donde cabe la idea del otro como un yo, en donde la alteridad es escuela.

La pregunta es la de siempre, ¿cómo contagiar ética? Hablar de maltrato hacia los otros, en casa y escuela, cuando el mundo empieza a abrirse es la única opción.