OPINIÓN / Democracia y Poder Judicial / LENIA BATRES
La facultad de última palabra en la interpretación constitucional del Poder Judicial, conocida también como facultad contramayoritaria, es ampliamente cuestionada en la actualidad.
Su justificación proviene de la importancia que final (y afortunadamente) han cobrado las constituciones, como eje central de los sistemas normativos de los Estados democráticos, conocida como “supremacía constitucional”. Más aún, con la incorporación del catálogo de derechos humanos reconocidos por 58 países en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.
Cuando un tribunal constitucional, en el caso mexicano, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, invalida un acto proveniente de alguno de los otros dos poderes, se le denomina acto contramayoritario, asumiendo que ministras y ministros de la Suprema Corte (al igual que juezas, jueces, magistradas y magistrados), a diferencia de las personas titulares del Poder Ejecutivo (Presidente) y del Poder Legislativo (Diputadas, Diputados, Senadoras y Senadores) no fueron elegidos popularmente, es decir, no provienen de las mayorías.
Los casos más cuestionados de decisiones contramayoritarias son las invalidaciones de leyes, más aún cuando fueron votadas por consensos legislativos o fueron invalidadas por diferencias de uno o dos votos en las cortes supremas.
Se justifica la permanencia de estas facultades fundamentalmente por dos razones: el conocimiento y la capacidad para defender intereses minoritarios, que se traducen en:
Los ministros y ministras son personas más preparadas que las y los legisladores para interpretar la Constitución y el conjunto del sistema normativo.
Las y los representantes populares responden únicamente ante las personas que integran las mayorías que los eligieron; no ante la diversidad y pluralidad de personas que deben protegerse constitucionalmente. En consecuencia, ministros y ministras que no fueron elegidos no tienen ese impedimento para proteger a las minorías no representadas en los congresos y gobiernos.
Estos dos argumentos tienen debilidades fáciles de contrastar ante la realidad: El conocimiento no es uniforme ni neutro. Mayor conocimiento ha sido el mejor disfraz de intereses dominantes. Y, por lo demás, personas con mayores títulos académicos también son elegible y elegidas popularmente.
Las y los representantes populares pueden haber sido elegidos y no responder ante las mayorías que los eligieron, como ha sucedido tantas veces. Y las y los ministros pueden resolver no sólo en contra de las mayorías que votan por esos representantes sino también en contra de minorías indefensas, como ha sucedido tantas veces.
Si un sistema mayoritario como es la democracia corre el riesgo de fallar al elegir representantes que tomen decisiones impopulares, contramayoritarias, un sistema contramayoritario corre el riesgo de apoyar esas decisiones y añadir otras más. Así sucedió durante el periodo neoliberal, en el cual debíamos preguntarnos no sólo quién defiende los derechos de las minorías, sino quién cuida los de las mayorías.
Hay autores que han tratado de justificar el carácter contramayoritario de las decisiones judiciales aduciendo que toman contra los representantes y no contra el pueblo mismo. Si así fuera, bastaría que decisiones controvertidas fueran sometidas a consulta pública para resolverse.
Otros autores sugieren que el riesgo contramayoritario de las decisiones de los tribunales constitucionales se evitaría remitiendo a los congresos electos interpretaciones altamente controvertidas respecto de algún contenido constitucional, pues éste no suele ser sólo jurídico sino ideológico o político y deben ser los representantes políticos los que la diriman.