OPINIÓN / Encrucijada / RICARDO MONREAL ÁVILA
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Immanuel Wallerstein, pensador estadounidense de los siglos XX y XXI, analizó en varias ocasiones el Foro Social Mundial, como un momento clave para la izquierda contemporánea. Dicho espacio llegó a reunir a corrientes y movimientos críticos de la globalización, permitiendo redefinir identidades y estrategias en un mundo donde la izquierda enfrentaba una crisis de legitimidad luego de la caída del Muro de Berlín.
De allí emergió un concepto que sigue siendo vigente: el altermundismo. Esta idea no buscaba imponer una visión única del mundo, sino construir alternativas al modelo capitalista dominante, a partir de la unidad entre distintas causas.
En ese contexto, Wallerstein, creador de la teoría del sistema-mundo, afirmaba que la unidad no es sinónimo de homogeneidad, sino la capacidad de diversas expresiones ideológicas y políticas de colaborar para la consecución de fines compartidos. Para Morena, en nuestros días, este principio, más que una lección, pareciera ser una advertencia.
El movimiento político más importante del México moderno —fundado por Obrador— nació justamente con ese espíritu. Provino desde abajo, con vocación incluyente, plural y transformadora.
A diez años de su registro como partido político, Morena vive hoy una nueva etapa, una encrucijada, tras las victorias históricas de 2018 y 2024, ya que la razón de su fortaleza también puede ser, si no se atiende con responsabilidad, la causa de su división.
Esa amplitud le dio a Morena su potencia electoral y, sobre todo, su vocación transformadora. En 2018, esa fuerza ganó la Presidencia de la República; en 2024, nuevamente hizo historia, al consolidar el Segundo Piso de la Cuarta Transformación y llevar a la doctora Claudia Sheinbaum a convertirse en la primera Presidenta de México.
Hoy es indudable la potencia de Morena, ya que, junto con sus aliados, gobierna en 23 estados de la República y tiene mayoría en 27 de los 32 congresos locales; además, la Presidenta cuenta con un respaldo ciudadano del 82 por ciento.
Frente a esa fortaleza, la oposición tradicional luce reducida, desdibujada; por lo regular, reaccionaria y carente de propuestas. Pero esa debilidad externa no debe llevarnos a confiarnos ni a olvidar que los verdaderos desafíos pueden venir desde dentro.
El riesgo más serio que enfrentamos ahora no proviene de nuestros adversarios, sino de nuestras diferencias al interior. Pretender dividir a las compañeras y los compañeros de lucha en categorías como “claudistas”, “obradoristas”, “puros”, “fundadores”, “conservadores”, “radicales”, “honestos”, “arribistas”, “intrusos”, “novedosos” sólo contribuye a la polarización interna.
Si esas etiquetas se imponen, el movimiento corre el riesgo de asfixiar su capacidad de renovarse y de impedir la aparición de nuevas figuras y liderazgos que puedan oxigenar y dotar de un nuevo impulso a Morena. Renovarse no es traicionarse, es asegurar la continuidad de un proyecto sin que pierda su esencia. La llegada de nuevos perfiles, provenientes de otros partidos o de la sociedad civil, no debería ser motivo de desconfianza.
Morena no es una cofradía cerrada, sino un movimiento abierto al pueblo, salvo aquellos casos en los que, de acuerdo con los estatutos, se hubiesen cometido actos de corrupción o represión, o demostrado tener vínculos con la delincuencia organizada.
Nuestro objetivo principal debe ser acompañar a nuestra Jefa de Estado en la construcción de un nuevo horizonte de paz, bienestar y justicia. Si caemos en la lógica de las facciones, de los egos, por encima de la del bien común, corremos el riesgo de repetir los errores de movimientos que terminaron desapareciendo. No podemos permitir que la soberbia nos aleje de la gente.


