Pascal Beltrán del Río - Ayotzinapa: nadie sabe nada

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A la primera persona a la que escuché hablar sobre el maestro Raúl Isidro Burgos Alanís fue a Miguel Aroche Parra.

Originario de Tlapa, Guerrero, don Miguel había sido preso político en los años 60, miembro del Movimiento Ferrocarrilero.

Lo conocí, siendo yo incipiente reportero, cubriendo una de las reuniones organizadas por la oposición de izquierda contra el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento Económico, a finales del sexenio de Miguel de la Madrid.

Posteriormente me lo volví a encontrar, y lo traté más, en la Cámara de Diputados, a la cual había resultado electo en los comicios de 1988.

 

Algún día, entrevistándolo, salió al tema el nombre del pedagogo Burgos Alanís, a quien Aroche Parra profesaba una gran devoción. Fue él, me dijo, quien dio forma a la idea de una escuela rural como impulsora del cambio social.

Hijo de un empresario español y nieto de una mujer que fue dama de honor de la emperatriz Carlota, Burgos nació en Cuernavaca en 1890.

Se graduó de la Escuela Nacional de Maestros, en la Ciudad de México. En 1914 se trasladó a Chiapas, donde llegaría a ser director de la Escuela Normal del estado.

Durante el gobierno de Calles, fue enviado por la SEP a la sierra de Puebla. De ahí pasó a Arcelia, en la Tierra Caliente de Guerrero, como inspector de zona. Posteriormente fue nombrado director de la Normal de Tixtla, en el otro extremo del estado.

Entre 1931 y 1933, se realizaron trabajos para acondicionar los terrenos de la antigua hacienda de Ayotzinapa (en náhuatl, “tortuga preñada cuatro veces”), a dos kilómetros de Tixtla, para mudar ahí la normal, que había funcionado hasta entonces en una casa rentada.

La nueva sede se inauguró el 30 de marzo de 1933. Burgos se mantuvo como director hasta 1935, para después continuar con su trabajo pedagógico en Puebla, Chiapas y Colima.

Ganador de la medalla Ignacio Manuel Altamirano cuando cumplió medio siglo de servicio, Burgos falleció en la Ciudad de México en 1971. Sus cenizas fueron depositadas en la Escuela Normal de Ayotzinapa, que desde entonces lleva su nombre.

Han sido tantos los conflictos, en los últimos años, protagonizados por los maestros y los alumnos de esa institución, que a veces se pierde el propósito para el que fue fundada.

El país era predominantemente rural en los años 30; y la educación, uno de los pilares sobre los que se construyó el Estado posrevolucionario. Con el tiempo, esa normal rural y otras se han convertido en la única opción que muchas familias pobres del campo tienen para dar un futuro a sus hijos. No sólo van allí por la educación que esperan recibir sino por la pensión que se ofrece. Por cierto, cada vez más magra.

Por malas decisiones políticas, las normales rurales se han desconectado del avance del país. Han sido dejadas a su suerte, abandonadas pedagógica y financieramente por autoridades educativas desidiosas e incompetentes.

Por lo mismo, quienes enseñan y estudian en ellas han desarrollado su propio modo de vida. La escasez de recursos se completa con el boteo e incluso con el pillaje (a veces unidades de reparto completas van a dar a las instalaciones de la Normal de Ayotzinapa). Cuando no hay dinero para transporte, los normalistas toman autobuses o taxis por la fuerza, como ocurrió en Iguala hace días.

Todo el modelo de escuela normal rural ha sido pervertido. La enseñanza científica, sustituida por el discurso radical, que sirve para justificar las acciones, muchas veces violentas, que realizan los normalistas a fin de asegurar que al final del proceso formativo haya un trabajo asegurado para todos.

¿De quién es la culpa? Sin duda de las autoridades, que han permitido todo. En el caso de Ayotzinapa, el gobierno de Guerrero ha preferido ceder a las demandas que enfrentar la realidad, explicársela a la sociedad y ayudar a los normalistas a encontrar opciones distintas para salir adelante.

¿Cuál es esa realidad? En el México crecientemente urbano, que envejece a un ritmo acelerado, el sistema de escuelas normales rurales tendría que ser reducido drásticamente.

Los menos culpables son los padres de los normalistas de Ayotzinapa. La mayoría de ellos, como los de los 43 muchachos balaceados y secuestrados en Iguala hace 13 días, son originarios de las zonas más pobres de Guerrero. Incluso algunos son de Oaxaca, como los de Christian Colón, uno de los desaparecidos; o de Tlaxcala, como los de César Manuel González, también ausente.

Póngase en el lugar de esos padres de familia, algunos de ellos campesinos, otros albañiles, trabajadores que apenas ganan unos 600 pesos a la semana si bien les va, teniendo que hacer un esfuerzo enorme por trasladarse a Iguala, a Chilpancingo y a la Ciudad de México para tratar de obtener alguna información sobre sus hijos, luego de que un grupo de policías municipales, coludido con mafiosos, cerró el paso a su autobús, la noche del 26 de septiembre, los bajó a balazos, mató a tres de ellos y se llevó detenidos a 43.

Imagínelos escuchando la estúpida narración —perdone mis palabras— del fiscal guerrerense Iñaky Blanco, quien, sin una sola prueba concreta, habla del asesinato a sangre fría de 17 normalistas secuestrados y el depósito e incineración de sus cuerpos en fosas a las afueras de la ciudad donde habría sido encontrado un total de 28 cadáveres.

Imagine usted vivir con la duda de si su hijo está entre esos 17, o entre los otros 26, de los que el fiscal ha sido incapaz de decir el paradero nueve días después. Como si tantas personas pudieran esfumarse todas juntas sin que nadie sepa nada.