Cecilia Soto - La transformación de Malala
En estos días de dolor, pesar y consternación por la desaparición y probable muerte de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Malala Yousafzai, la activista paquistaní por el derecho a la educación de los niños y niñas, ha representado un contraste luminoso y esperanzador. Malala ha compartido el Nobel con el activista indio Kailash Satyarthi, dedicado a salvar a niños de prácticas equivalentes a la esclavitud que —aunque prohibidas en la ley— todavía son comunes en algunas regiones de la India.
Malala recibe el Nobel a los 17 años, la edad de muchos de los estudiantes normalistas desaparecidos. Edad de planes, ilusiones e ideales tan grandes como el mundo. La crueldad y la saña que muestran los cadáveres encontrados en Guerrero hacen parecer a los talibanes como aprendices y cautos en sus prácticas violentas. Que no quepa duda: la violencia de la delincuencia en México es más cruel, sistemática y perversa que la de los fanáticos que quisieron asesinar a Malala. Pensamos que estamos libres del fanatismo religioso asociado con esa versión fundamentalista del Islam y que ése es un problema que finiquitamos al terminar la Guerra de los Cristeros. ¿Pero no es peor la crueldad atizada por la ambición de poder, con el único ideal del dominio absoluto del territorio a ser saqueado? ¿No representa un mayor peligro para la sociedad la adoración única al dinero que practican las bandas delincuenciales?
El anuncio del otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a la joven pashtún coincidió con el segundo aniversario del atentado que sufriera el 9 de octubre de 2012, cuando el transporte escolar en el que iba fue detenido por dos talibanes que preguntaron por Malala y le dieron un tiro en la cabeza que la tuvo al borde de la muerte. Malala requirió una placa de platino en el cráneo, la reparación del nervio facial que fue totalmente cercenado por la bala y que la hubiera dejado con afasia del lado izquierdo y un implante coclear en el oído. Durante meses entraba y salía del hospital de Birmingham, Inglaterra, ciudad en la que se encuentra asilada.
Como es sabido, Malala ya era una celebridad en el valle de Swat en el norte de Paquistán desde los 11 años. A los nueve años inició un blog anónimo en el sitio que la BBC publica en urdú, segunda lengua de la joven, con el título Diario de una estudiante paquistaní. Después comenzó a pronunciarse públicamente a favor de la educación de las niñas y contra la política de los talibanes de prohibir la asistencia de las niñas a las escuelas, hasta que se reveló la identidad de la autora del Diario publicado por la BBC.
En los nueve meses que transcurrieron entre el atentado y su conferencia ante la Asamblea de la Juventud en la sede de la Organización de las Naciones Unidas, ONU, en Nueva York, el 12 de julio de 2013, Malala se transformó de una joven idealista que quería estudiar medicina a una que quiere ser política y gobernar su país: “Si quiero ayudar no a uno o dos niños y niñas sino a todos los niños de mi país, tengo que hacer política y llegar al gobierno”, dijo en una entrevista. Quizá por ello se presentó a dar ese discurso adornada con un chal que perteneció a Benazir Bhutto, la política pakistaní que fue la primera mujer en gobernar un país musulmán, dos veces primera ministra, asesinada en 2007. También evolucionó de una activista por el derecho a la educación de las niñas a una defensora de los derechos de las niñas y las mujeres. Al mencionar el atentado que sufrió dijo: “Los talibanes pensaron que acabarían con mi determinación. Pero sólo una cosa ha cambiado en mí: murieron la debilidad, el miedo y la desesperanza para dar lugar a la fortaleza, el empoderamiento y la valentía”.
Al explicar porqué se decidió a ser una activista por los derechos de las mujeres razonó “porque ellas son las que más sufren”. Pero al ver los rostros de los 43 jóvenes víctimas de Guerrero lo primero que salta a la vista es que son todos hombres y de hecho son hombres la gran mayoría de los miles de muertos y desaparecidos desde 2006. La violencia de la delincuencia es también una forma de violencia de género, en este caso porque quizá sea más fácil para el asesino ultimar a 43 hombres que a 43 mujeres que les recuerden a su madre y sus hermanas. Han asesinado a mujeres, incluso mujeres embarazadas, pero el hecho de que la gran mayoría de víctimas sean hombres refleja mecanismos de reclutamiento y hábitos sociales que una política de reducción de la violencia debe tomar en cuenta.
Es común que al experimentar directamente un atentado o violencia con graves daños físicos, la víctima se recluya en una vida que minimice los riesgos de volver a sufrirla. No en el caso de Malala. ¿Qué podemos aprender de su ejemplo para llevar la paz a las regiones asoladas por los talibanes mexicanos? Más allá de las tareas de las fuerzas del orden, la estrategia de reducción de violencia debe dirigirse especialmente a ellos. Nos encontramos en @twitter: @ceciliasotog
*Analista política