Pascal Beltrán del Río - El Presidente ante su crisis

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Más que por sus reformas estructurales, es posible que el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto sea recordado por la forma en la que manejó la combinación de hechos adversos que ha tenido que enfrentar desde el mes pasado.

No cabe duda que Peña Nieto está experimentando el momento más difícil en sus primeros 22 meses de gestión.

Es evidente la dificultad que tienen el Ejecutivo y casi toda la clase política para posicionar temas en medio de la tragedia por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, un suceso que ha capturado la atención mundial.

 

Y a menos de que el sexenio le tuviera reservada una dosis mayor de dramatismo, los hechos de Iguala marcarán un antes y un después en el gobierno del político mexiquense.

A los 14 presidentes sexenales que ha tenido el país les ha tocado al menos una crisis de grandes dimensiones durante su periodo, una que ha sido digna de ser mencionada en los medios internacionales.

Unos la han aprovechado para crecer y han salido airosos ante la adversidad, como Lázaro Cárdenas, quien, frente al reto que le lanzó el expresidente Plutarco Elías Calles en 1935, denunció públicamente a los “elementos políticos que no obtuvieron las posiciones que deseaban en el nuevo gobierno” y depuró su gabinete.

Otros han dejado que los marque para mal, como el presidente Carlos Salinas de Gortari, a quien el alzamiento zapatista de 1994 lo volvió desconfiado y huraño y lo hizo aparecer como un hombre que había perdido el liderazgo por el que era reconocido internacionalmente.

El primer año del primer sexenio presidencial en la historia moderna del país (1934-1940) fue clave para definir lo que sería el sistema político en las siguientes décadas.

México vivía el llamado Maximato —caracterizado por el poder detrás del trono que ejercía Plutarco Elías Calles— cuando tomó posesión de la Presidencia el general LázaroCárdenas.

El primer semestre de 1935 se había hecho notar por el activismo sindical —estallaron varias huelgas—, así como por los enfrentamientos en el Congreso entre legisladores de las facciones callista y cardenista.

En mayo de ese año, Calles regresó al país después de someterse a un tratamiento médico en Estados Unidos. Estaba decidido a aprovechar la crisis para seguir orientando a los grupos que pesaban en la política mexicana.

Por esas fechas, Lázaro Cárdenas escribió en sus Apuntes: “Distintos amigos del general Calles, entre ellos algunos de los que forman parte del gabinete, vienen insistiéndole en que debe seguir interviniendo en la política del país”.

El 12 de junio, la prensa nacional recogía declaraciones del expresidente en las que criticaba que la nación llevara “seis meses sacudida por huelgas constantes”.

Así se iniciaba el conflicto entre Calles y Cárdenas, que terminaría con la expulsión del país de aquél, en abril de 1936.

Algunos esperaban que el michoacano resultara tan sumiso ante el sonorense como lo fueron Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, pero Cárdenas tuvo otra reacción: convocó a su gabinete, en el que había varios callistas, y pidió la renuncia de todos.

Tras de esa decisión, ocho secretarías de Estado cambiaron de titular. Entre ellas, Gobernación, Cancillería, Defensa y Hacienda.

A diferencia de lo que sucedió con Cárdenas, el presidente Salinas enfrentó sus mayores problemas durante el último año de su gobierno.

El alzamiento zapatista, el 1 de enero de 1994, cambió su ánimo, su temperamento, su carácter y, quizá, hasta su esencia.

Desapareció el hombre seguro de su éxito, confiado de su astucia y sabedor de su inteligencia, y apareció uno que era inseguro hasta la temerosidad, desconfiado hasta la paranoia y lento casi hasta el ofuscamiento.

Hasta entonces, nada había opacado la luz del presidente Salinas. Las últimas semanas habían estado marcadas por el éxito. Las reformas estructurales, bien consolidadas. El TLCAN, bien concretado. Su delfín hereditario, bien entronizado.

Pero ese 1 de enero cambió su sino. Con el estallido de Chiapas todo se le derrumbó. No fue un incidente de mera delincuencia, como los que se han vivido después. No fue una crueldad de la naturaleza, como la que padecieron otros. Ni siquiera fue una obra de la accidentalidad, como puede suceder a cualquiera.

Nada de eso. Fue un levantamiento en contra de su gobierno. Y él lo sintió como una sublevación en su contra, de la cual ninguno de sus cercanos supo advertirle.

Un colaborador del Presidente describió así el ánimo de Salinas después del levantamiento: “Por primera vez se sintió solo de toda soledad. Después vendrían los magnicidios. Ya nunca fue el mismo. Sus decisiones ya no fueron iguales. Su segunda decisión sucesoria fue toda una pifia para él y para los suyos. Se volvió agrio, grosero y terco, cosas que nunca había sido”.

Ante las crisis, los especialistas en liderazgo, como John Baldoni, columnista del Harvard Business Review, recomiendan lo siguiente: tomarse el tiempo para saber qué está pasando; actuar rápido, no precipitadamente; manejar las expectativas; demostrar control; no perder la compostura, y dar perspectiva.

Estamos en momentos cruciales del sexenio de Peña Nieto. Como pasó con Cárdenas, la crisis ocurre en el primer tercio del sexenio; como le sucedió a Salinas, llega cuando el mandatario estaba listo para cosechar los frutos de su obra.

La historia seguramente hablará de cómo Enrique Peña Nieto brincó este gran remolino o de cómo se dejó succionar por él.