Pascal Beltrán del Río - El horror
A reserva de que se compruebe —mediante las pruebas que se realizarán en el Instituto Forense de la Universidad de Innsbruck— que los restos encontrados en el río San Juan, en Cocula, Guerrero, son de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, el relato que hicieron a la PGR tres delincuentes detenidos por esos hechos revelan lo mucho que hemos descendido como sociedad en la espiral del horror.
Más allá de las precipitaciones para informar sobre los avances en las pesquisas, hay pocos motivos para dudar que en el basurero de Cocula se cometieron actos de una indecible atrocidad.
¿Qué hemos hecho o dejado de hacer como país para generar individuos de una sangre fría tal que pueden matar a más de 40 personas, quemarlas en una gran pira, triturar sus huesos y luego relatar los hechos como si se tratara de un paseo dominical, sin mostrar el más mínimo remordimiento?
Evidentemente, los hechos del 26 y 27 de septiembre en Iguala dan cuenta de una serie de problemas muy graves: penetración de las instituciones por parte de la delincuencia, impunidad, corrupción, descoordinación de las autoridades y desconfianza en ellas…
Sin embargo, nada debiera preocuparnos más como mexicanos que saber que caminan entre nosotros individuos para quienes la vida de sus semejantes no tiene valor alguno.
Por cada desaparecido y por cada asesinado en este país en los últimos años —y a unos y otros hay que contarlos por decenas de miles— hay un delincuente o un gatillero que muy probablemente no haya sido llevado ante la justicia ni se arrepiente de nada.
A juzgar por el perfil de los presuntos delincuentes detenidos —y entre ellos incluyo a los tres cuyas declaraciones videograbadas presentó el viernes pasado el procurador Jesús Murillo Karam—, las personas capaces de levantar o ejecutar sin miramientos suelen ser jóvenes.
¿En qué entorno se criaron? ¿Quiénes son sus padres? ¿Qué les enseñaron sus maestros? Cuando eran niños, ¿qué querían ser de grandes?
¿Qué sucedió en su infancia y su temprana adolescencia que los hizo descender, como el señor Kurtz, el personaje de Joseph Conrad, al corazón de las tinieblas?
Hace tres años, en septiembre de 2011, me hice muchas de estas preguntas cuando se vivía la cúspide de la guerra entre criminales e internet se llenó de videos de torturas, decapitaciones, ahorcamientos y desollamientos, cada uno peor que el anterior, en un intento de infundir miedo, y que respondía con saña multiplicada.
En busca de respuestas, leí algunos libros sobre la maldad llevada al extremo en el mundo criminal, como The psychology of criminal conduct, de Donald A. Andrews y James Bonta, y Biosocial bases of violence, de David P. Farrington.
También entrevisté para Excélsior a dos especialistas en el tema, el español Santiago Redondo Illescas, exdirector de prisiones de Cataluña, y el mexicano Martín Barrón Cruz, investigador del Instituto Nacional de Ciencias Penales.
Ambos me hablaron de la importancia de adentrarse en el estudio del entorno familiar, social y cultura de los delincuentes para comprender qué estaba guiando la comisión de crímenes tan horribles.
Santiago Redondo me dijo que había que ir a las fuentes para tratar de entender el fenómeno.
“¿Dónde están las bolsas de marginación o de especial riesgo de los que salen esos chicos, esas personas que están cometiendo los actos de violencia? ¿De qué barrios, de qué familias? Eso hay que averiguarlo, porque la criminalidad a gran escala, especialmente la que involucra violencia, no se mueve en saltos. No se reduce a mínimos y de repente se incrementa a máximos”.
Por su parte, Martín Barrón urgió a la realización de estudios sistematizados sobre las causas de la violencia delictiva en el país.
“La prevención empieza desde la propia familia, desde el propio entorno”, me dijo.
Criticó el gran desconocimiento sobre el perfil de los delincuentes violentos. “Nos presentan a criminales que llevaban un sinnúmero de muertos, pero nadie nos dice a qué edad empezaron a matar. Algunos de ellos comenzaron a realizar dichas actividades a los 15 o 16 años de edad. O sea, pasaron diez o quince años y eso se les convirtió en un hábito, como puede ser leer o escribir. Ese es su trabajo”.
Han pasado tres años desde aquellas entrevistas. No sé si en la Comisión Nacional de Seguridad o en alguna otra instancia del gobierno federal se haya avanzado en el conocimiento de la delincuencia.
Lo que se ve es que el número de homicidios dolosos ha declinado levemente a nivel nacional (11 mil 835 de enero a septiembre de 2014 contra 13 mil 964 en el mismo lapso del año pasado), pero no así la costumbre de asesinar de forma tumultuaria y atroz.
Ese horror debiera sensibilizarnos a todos, por encima de cálculos políticos y agendas personales.
Estamos perdiendo a parte de una generación, entre víctimas y victimarios, y no parece que los políticos de este país tengan un remedio para esta crisis que no sea lanzarse la culpa unos a otros.
Debemos exigirles que la reconstrucción del tejido social no sea una simple frase hecha sino un plan para internarse en el nivel nuclear de la sociedad, diagnosticar qué está pasando y ofrecer soluciones.
Lo demás es no atacar el mal desde su raíz. Y lo que no se saca de tajo simplemente vuelve a crecer.