Jorge Fernández Menéndez - El país de ciegos

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No nos quedamos ciegos, estábamos ciegos, éramos una nación de ciegos que no quería ver. Quemando Palacio Nacional, metrobuses o creando brigadas de ajusticiamiento no se va a solucionar la crisis de inseguridad que vive el país. En realidad, esas acciones lo que buscan es acrecentar la violencia y convertirla en un arma política. Las muertes de Cocula nos tienen dolidos y desilusionados, nadie puede negarlo, pero con la violencia lo que estamos viendo no es la indignación social sino acciones de movimientos que la utilizan para sus propios fines desestabilizadores.

Tienen razón Krauze y Gómez Leyva cuando dicen que esa indignación habría que volcarla contra los verdaderos asesinos, contra los delincuentes y sus estructuras de protección. Pero tampoco eso es nuevo. Nos tocó subrayarlo en aquellos diálogos con funcionarios, especialistas y víctimas del sexenio pasado y fue parte de lo que siempre hemos debatido con personajes como Javier Sicilia o con aquellos que inventaron lo de la guerra de Calderón. No fue aquella, “la guerra de Calderón” como ésta no es la de Peña. Es la guerra, si a alguien le gusta ese término, de los grupos delincuenciales entre sí y de esos mismos grupos contra la gente.

 

Nadie secuestró, mató e incineró a los jóvenes de Ayotzinapa por una decisión de Estado, porque eran parte de grupos radicales y que en muchos de los casos tienen añeja relación con organizaciones fuera del orden. Los secuestraron, mataron e incineraron porque molestaban a un presidente municipal y su esposa, que eran parte de la delincuencia. Los mataron de forma tan brutal porque, justificadamente o no, esos delincuentes pensaban que eran parte de un grupo rival y acabaron con ellos como han acabado con miles de personas en los últimos años.

Hechos de violencia tan brutales como éstos hemos visto demasiados en los últimos años y no recuerdo que, salvo excepciones, la indignación se haya volcado contra los verdaderos responsables. Me tocó ver restos de las mujeres asesinadas por decenas en Juárez sin que tengamos todavía una verdadera respuesta sobre quiénes fueron los asesinos. En Juárez estuve en Villas de Salvárcar, cuando un comando entró en una fiesta juvenil y mató a todos, pensando, como en Iguala, que eran de un grupo rival. Me tocó ver fosas comunes en Juárez, en Uruapan, en Guerrero, mucho antes de que fuera el tema de todos los días. Estuve en la frontera viendo cuerpos de migrantes masacrados y olvidados. Conocí a funcionarios ejemplares asesinados por la delincuencia por no corromperse. Tengo algunos buenos amigos como Alejandro Martí e Isabel Miranda que han tenido que convivir con la muerte y la tragedia en sus propias familias. Estuve en Monterrey cuando el olor de los cuerpos quemados por delincuentes en el Casino Royale aún envolvía todo.

Perdón por utilizar tanto la primera persona, pero yo también estoy cansado. Me ha tocado ver demasiadas muertes. Pero estoy cansado de que se sigan acumulando las tragedias y que los partidos las manipulen, que haya grupos que quieran convertir un gravísimo problema de descomposición social, que exige soluciones nacionales, que involucre a todos, en objeto de chantajes políticos; que no haya visto, hasta ahora, una sola manifestación de normalistas, maestros o anarquistas o quien sea, protestando contra los verdaderos criminales.

Me indigna, pero también me cansa, que los mismos partidos no recuerden su historia: que no recuerden que antes de Abarca existieron un Julio César Godoy o un Mario Villanueva o un Gutiérrez Rebollo o aquel padre Montaño que protegió a conocidos hermanos fuera de la ley o aquel gobernador panista que dijo que mataban a las mujeres en Juárez porque usaban minifalda. No recuerdan porque no quieren ver.

En el libro La batalla por México (Taurus, 2012), que se publicó durante la campaña presidencial, decíamos que, en parte, el fracaso de la lucha contra la inseguridad se debía a que no se la quería asumir como un esfuerzo nacional, comprometiéndose con él. En el libro concluíamos diciendo que “las instituciones del estado siempre serán más fuertes que los grupos delincuenciales. Pero, para que esto ocurra, se necesita que esas instituciones existan y funcionen, no sólo a nivel federal sino también estatal y municipal. Se necesitan leyes y voluntad política. El destino baraja las cartas, pero somos nosotros, la gente, los que tenemos que recuperar la visión, la certidumbre y las expectativas de que el pasado no es la ruta inevitable para el futuro”. Han transcurrido más de dos años y pareciera que queremos seguir encarando el futuro mirando cada vez más hacia el pasado. O simplemente seguimos sin querer ver.