Pascal Beltrán del Río - La tentación guerrillera

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Los homenajes a Lucio Cabañas Barrientos, en el 40 aniversario de su muerte, ayer martes, dejan claro que el capítulo de la guerrilla en México sigue abierto para un sector de la izquierda mexicana.

Es atroz el crimen que se cometió contra los normalistas en Iguala —que no admite pretextos y tiene que ser dilucidado a cabalidad—, pero no por ello debe dejar de señalarse una obviedad: desde mucho antes de septiembre pasado, los estudiantes y maestros de Ayotzinapa han honrado la memoria de Cabañas Barrientos, el más célebre de sus exalumnos.

En la víspera del aniversario de la muerte del líder del Partido de los Pobres —ocurrida el 2 de diciembre de 1974 en el paraje de El Otatal, en Tecpan de Galeana—, un grupo de manifestantes se paseó por Chilpancingo portando réplicas de cuernos de chivo.

 

La simbología guerrillera ha estado presente en las luchas magisteriales en Guerrero, pero en estos días se ha vuelto más evidente. La idea de resolver los problemas del país por medio de la violencia no deja de aparecer en el contexto de las protestas por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas.

No se puede negar que la lucha armada está profundamente enraizada en la historia del país. Pero es lamentable que la difusión de esa historia no haya servido para ahuyentar por completo el espectro de la guerrilla.

Sin afán de someterlos a un juicio moral, es un hecho que los movimientos armados han traído más pena que gloria.

Baste recordar que la población del país se diezmó durante la Revolución Mexicana, y eso ocurrió después de la renuncia y el exilio del dictador Porfirio Díaz.

Durante la Guerra Cristera, el imposible entendimiento entre quienes tenían visiones distintas del papel de la Iglesia en la sociedad produjo 60 mil muertos, según algunos cálculos.

A mediados de los años 60, motivados por el triunfo de la Revolución Cubana, se comenzaron a formar grupos armados, que siguieron las tesis del foco guerrillero o la maoísta línea de masas, para tomar el poder de forma violenta.

El más célebre de ellos fue el que asaltó el cuartel militar de Madera, en la sierra de Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965, y que concluyó con la muerte de varios guerrilleros.

Otro fue el proceso de formación de un grupo armado revolucionario que comenzó entre estudiantes mexicanos de la Universidad Patricio Lumumba en Moscú, quienes recibirían entrenamiento militar en Corea del Norte.

El primero dio lugar al Movimiento 23 de Septiembre, y el segundo, al Movimiento de Acción Revolucionaria. Ambos se fusionarían a principios de la década de los 70 y luego formarían, junto con otras organizaciones menores, la Liga Comunista 23 de Septiembre.

Pero no serían esos los únicos intentos de tomar el poder por las armas en un México que entonces era gobernado por un sistema de partido único, surgido en 1929.

Otros aparecieron al calor de la represión contra los movimientos sociales y estudiantiles durante los sexenios de Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría.

Organizaciones como las Fuerzas de Liberación Nacional, antecedente del EZLN, o la Brigada Campesina de Ajusticiamiento-Partido de los Pobres, de Lucio Cabañas Barrientos, contribuyeron a los intentos frustrados de arrebatarle el poder al PRI por la fuerza.

Sería impreciso con la historia decir que esos esfuerzos carecían de justificación —“a balazos llegamos y a balazos nos tendrán que sacar”, dijo alguna vez el líder obrero Fidel Velázquez—, pero también lo sería eludir el hecho de que todos ellos terminaron rápidamente en el fracaso.

El enfrentamiento entre los grupos guerrilleros y las fuerzas de seguridad del Estado, durante el periodo 1965-1980, fue a todas luces desigual. No sólo porque las segundas tenían una mayor capacidad de fuego sino porque sucesivos gobiernos priistas utilizaron métodos clandestinos, alejados de la Constitución, para localizar, detener, torturar, asesinar y desaparecer a los guerrilleros, pero también a miembros de sus bases de apoyo y hasta a ciudadanos que presuntamente nada tenían que ver con la lucha armada. Esa ofensiva contrainsurgente es conocida como la Guerra Sucia.

Entre 1980 y 1994, las noticias sobre grupos guerrilleros fueron casi inexistentes. Poco hay que decir sobre ese periodo fuera de un incidente, en 1990, en que miembros del PROCUP —un grupo armado formado por remanentes del Partido de los Pobres y la Unión del Pueblo— asesinaron a dos vigilantes del diario La Jornada.

Luego vino el alzamiento zapatista, al que habría que dedicar no una sino varias entregas de esta Bitácora, y la aparición del EPR —como fue rebautizado el PROCUP—, en el vado de Aguas Blancas, Guerrero, en 1996. Este grupo ha dado de qué hablar desde entonces a la fecha, principalmente por realizar atentados contra instalaciones de Pemex y de la CFE, así como por un secuestro de alto nivel, pero está lejos de representar una amenaza al Estado.

Sin embargo, en el contexto del apoyo que ha recibido el movimiento de Ayotzinapa por parte de un amplio sector de la opinión pública —que, con razón, exige el esclarecimiento del crimen de Iguala—, algunos en el magisterio guerrerense y otros sectores de la izquierda pudieran creer que la lucha armada es una vía posible para la toma del poder y que cuenta con legitimidad social.

Más aun cuando en unos meses se cumplirán 50 años del asalto al cuartel de Madera.

Si es así, más valdría revisar la historia para ver en qué han terminado esas luchas: fracaso, represión, muertos, desaparecidos y luchas internas feroces. No precisamente cambio social.