Pascal Beltrán del Río - ¿Cómo le explico?

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Exactamente un mes después de que se dio a conocer al país y al mundo que la hipótesis más sólida sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa era que estos habían sido trasladados al basurero del municipio de Cocula, donde los habían asesinado, el procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, confirmó que un resto óseo encontrado en el lugar corresponde a Alexander Mora Venancio, uno de los estudiantes sustraídos aquella noche trágica del 26 al 27 de septiembre.

Confieso que durante ese mes albergué la esperanza de que la investigación de la PGR estuviese errada. No solamente porque eso significaría que quedaban posibilidades de encontrar a los 43 —a todos— con vida, sino porque hubiéramos podido deshacernos como país del terrible relato que hicieron tres presuntos delincuentes sobre cómo los mataron y luego pretendieron borrar cualquier evidencia al quemar sus cuerpos en una gran pira, triturar sus huesos, guardar los restos en bolsas que suelen usarse para disponer la basura y tirarlos a un río para que la corriente se los llevara.

 

De haberse equivocado Murillo Karam, nos quedaría el alivio de decir “sí, en México estamos muy mal, pero esas cosas, ésas no pasan aquí”.

Desgraciadamente, Murillo Karam hasta ahora ha tenido razón (y hay que reconocérselo). Y por eso ahora tendremos que vivir con esa espantosa imagen, que remite a uno de los peores episodios de la humanidad: el Holocausto.

Por supuesto, difícilmente algo llegará a superar el genocidio perpetrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero la lógica con la que operaron los criminales en Cocula tiene mucho en común con los campos de exterminio: asesinar y quemar los cadáveres, para que no quede huella de qué pasó con las víctimas.

Pues así como nada superará al Holocausto en la historia mundial, me resulta muy difícil pensar en un horror mayor al de Iguala-Cocula en la historia nacional. Y mire que los mexicanos han sido testigos de hechos vergonzosos y terribles, llenos de saña y bajeza, pero personalmente me cuesta trabajo pensar en un acto tan salvaje y, a la vez, tan premeditado, en un crimen motivado por la absoluta degradación, como el que se realizó en ese basurero.

De ahora en adelante, cuando tenga que identificarme como mexicano en otro país, sin que me lo pregunten tendré que sentirme avergonzado: sí, México es un lugar donde la vida vale tan poco que a un grupo de muchachos humildes en huaraches los puede detener la policía en bola y entregarlos a un grupo delincuencial, y éste los interrogará sin darles el beneficio de la duda ni tiempo de explicarse, y sólo porque no convenció la respuesta respecto de su identidad, les meterá un balazo en la nuca, los tirará al fondo de un barranco tapizado de basura y quemará sus cuerpos en una gran fogata, usando basura como combustible para que ardan por horas.

Quizá alguien me pregunte, “¿y dónde estaba la autoridad cuando sucedió eso?”

¿Qué podré responderle? Tendré que decirle que fue justamente la policía municipal la que se llevó a los muchachos, por orden de su jefe, quien está huido, y seguramente también del alcalde.

Y yo sé que quien escuche eso en un país donde exista al menos un tenue Estado de derecho, mi respuesta sonará como la que daría alguien en el norte de Nigeria, donde todas las niñas de una escuela fueron sustraídas para convertirlas a fuerza al islam, con la diferencia de que quienes hicieron ese acto terrible son terroristas, no funcionarios públicos pagados por los contribuyentes.

Me encantaría pensar, y poderle decir a un interlocutor extranjero, que el episodio de Iguala-Cocula, que debería quitarle el sueño a cualquier mexicano —independientemente de sus ideas políticas— es una excepción en un país donde las leyes generalmente se respetan y se hacen cumplir.

Pero ¿cómo le explico que en México ya pasaban cosas de escalofrío antes del ataque contra los normalistas y que, por desgracia, han seguido ocurriendo?

¿Cómo le explico que, dos meses después de los hechos de Iguala, en esa misma población siguen secuestrando gente, sin que ningún operativo de fuerzas federales pueda impedirlo?

¿Cómo le explico que a Ezequiel Chávez, un joven de 18 años de edad, lo subieron a una camioneta blanca, a 20 metros de su casa, en Iguala, el pasado 26 de noviembre, cuando iba a la tienda a comprar algo, y que desde entonces no aparece?

¿Cómo le explico que en la colonia Luis Echeverría, de Cuautitlán Izcalli, un suburbio de la capital del país que desde hace meses ha sido azotado por la criminalidad, a la niña Liliana Flores Morales, de 12 años de edad, se la llevaron cuando salía de la secundaria y apareció estrangulada en un municipio vecino, el martes de la semana pasada?

¿Cómo le explico que, en Michoacán, un estado que fue intervenido por la Federación hace menos de un año, Erika Cassandra Bravo, una enfermera de 20 años de edad, fue secuestrada el miércoles pasado, cuando iba a cuidar a unos bebés, y la encontraron tres días después, con la cara desollada, muerta al borde de una carretera, aún vestida con su uniforme de enfermera?

¿Cómo le explico que los mexicanos no parecemos tener respuestas institucionales ni legales para hacerle frente a esa violencia, que el gobierno sólo parece preocupado por aplicar un control de daños a su imagen mientras buena parte de la oposición sólo está ocupada en aprovecharse políticamente de la tragedia?

¿Cómo le explico..?