Víctor Beltri - A Silvana e Isabella.

el

Cuba, por fin

Víctor Beltri

 A Silvana e Isabella.

 

En estas fechas la nostalgia se recrudece. Es normal: reuniones familiares, la ilusión de los niños, el recuerdo de los que ya no están. Es el momento adecuado para la añoranza, para las anécdotas que normalmente no se dejan aflorar. Así, la descripción de las cosas, de los lugares que alguna vez fueron importantes, de la sabiduría de los antepasados, siempre ocupa un lugar en las cenas navideñas.

 

No conozco Cuba, pero casi. La tierra del abuelo siempre estuvo presente, en la evocación, las referencias, el gusto perenne por los moros y cristianos. Los chistes sobre Fidel, la tristeza insondable por un pueblo que es familia lejana y desconocida.

 

Nunca he querido ir. Las oportunidades han surgido una y otra vez, e incluso tengo amigos cercanos que viven convencidos de un régimen con el que, simplemente, no se puede coincidir. Las condiciones de miseria, la falta de libertades. La tristeza y la desesperanza, el turismo sexual en condiciones de desigualdad completa.

 

 

El anuncio de la semana pasada, sobre la reanudación de relaciones entre los gobiernos de Castro y Obama, fue, sin duda, una sorpresa. Las reacciones no se hicieron esperar, en todos los sentidos: desde quienes veían en la decisión una jugada magistral para abrir nuevos mercados, aislar aún más al régimen venezolano y quitarle alfiles a Rusia, hasta quienes clamaban la victoria del comunismo que logró doblar a la potencia más grande del mundo. Sin embargo, cuando lo escuchaba y, en medio del aluvión de opiniones, mi memoria vagaba entre anécdotas sobre la isla, escuchadas en navidades pasadas, y una historia que me había contado, hace algunos años, el más entrañable de mis amigos.

 

Había ocurrido mientras Eduardo cursaba un programa de maestría en una escuela de negocios de prestigio mundial, lo cual implica una gran diversidad en las nacionalidades de sus participantes. Uno de ellos era cubano y, cuando se enteró de que Eduardo tenía planeado ir en diciembre de aquel año, le ofreció la ayuda incondicional de su familia. Le dio los datos necesarios, un número de teléfono, una dirección en La Habana. Por favor no dejes de llamarles, insistió.

 

Eduardo tuvo algunos problemas para contactar al hermano de su amigo, y pudo lograrlo hasta el último día. Cuando lo hizo, se enteró de que la familia había organizado un festejo en su honor, que se había tenido que correr cada día en espera de que les llamara. Apenado, canceló los compromisos que tenía para esa noche y confirmó su asistencia.

 

La dirección los llevó a una zona a la que habitualmente no acuden los turistas, y a la que el taxista los llevó con reticencias y sin dejar de hacer preguntas. Conforme la miseria se acentuaba, y los cuestionamientos proseguían, Eduardo y sus acompañantes se preguntaban con la mirada si habría sido una buena idea aceptar una invitación así. A final de cuentas, con el cubano en cuestión sólo habían intercambiado algunas frases, los saludos en la mañana, un par de cervezas en reuniones en que coincidían. Sin embargo, y antes de que pudieran cambiar de opinión, llegaron a su destino mientras el taxista les decía, con un tono que no dejaba lugar a dudas, que si querían él podría esperarlos para llevarlos de regreso, con toda la discreción necesaria. Se miraron entre ellos y aceptaron la oferta.

 

Su sorpresa fue mayor cuando, tras tocar a la puerta, los recibió de golpe el aroma de la comida recién preparada y las risas de un grupo de gente que, en sus mejores galas, escuchaba música mientras bebía ron sin hielo. Sin parar de hablar los recibieron, les pusieron un vaso en la mano y los sumergieron en una fiesta que habría de terminar varias horas más tarde. Cantaron, bailaron, celebraron la suerte del hijo, el hermano, el sobrino que había podido salir de Cuba e ingresar a una escuela en la que, con certeza, tendría más oportunidades que todos ellos. Y había que festejarlo.

 

Las preguntas iban y venían, con el asombro de quien conoce por primera vez una vida cotidiana tan distinta de la propia. Al final, el hermano lo apartó por un momento y le solicitó un favor especial: habían preparado un regalo de navidad para el ausente y querían pedirle que lo llevara de regreso. Eduardo, sin más, aceptó. El taxista los vio llegar con un paquete cerrado y su curiosidad crecía por instantes. ¿Era algo para ellos? ¿O era algo que les habían dado para que dieran a alguien más? ¿Sabían que era algo que tendría que reportar a sus superiores?

 

Lo despacharon con una propina principesca y comenzaron a decidir qué hacer con el paquete. Evidentemente, el hecho de que estuviera cerrado despertaría las sospechas ante cualquier revisión rutinaria. Les preguntarían sobre su contenido, y no podrían decir en qué consistía. ¿Y si fueran documentos, grabaciones, o cualquier cosa que los pudiera comprometer? Eduardo zanjó la discusión con una frase lapidaria: yo no me aviento un Midnight Express en Cuba. Tomaron un cuchillo, y abrieron el regalo navideño. Cuando su contenido cayó sobre la cama encontraron una botella de shampoo, un cortauñas, algunos jabones y desodorantes junto con un cepillo de dientes. La familia había ahorrado, había hecho un esfuerzo, para enviarle algo que para ellos era, por lo escaso, muy preciado. Eduardo recogió las cosas, avergonzado, y destapó una nueva botella de ron.

 

 

En realidad, no importa si la reanudación de relaciones bilaterales es un triunfo para el capitalismo o para el comunismo. No importa si es parte de una jugada maestra contra Putin, o si en lo que pasó es que el régimen castrista no pudo ser doblegado. Lo que importa es que la gente viva mejor, y éste, sin duda, es un gran primer paso. Feliz Navidad.