Félix Cortés Camarillo - Canción de Reyes
Me costó un gran trabajo embaucar a mis cinco hijos con el mito de San Nicolás unos, y Santaclós los restantes, simplemente porque no tuve tiempo de que mis padres me engañaran con él. Mucho menos con el cuento de los que ni eran magos ni eran reyes del lejano oriente, sino astrólogos y adivinos de la Persia cercana, que llegaron a ver si las profecías se habían cumplido en Belén luego de haber ido de rajones con Herodes para que armara su matanza legendaria.
Resulta que Don Ricardo, mi padre, era un agnóstico espontáneo, y que yo recuerde fue a misa cuando doña Guadalupe le convenció de que se casaran por la iglesia, ya en ambos peinando canas. Luego fueron los dos a las bodas de algunas hijas e hijos. Por el otro lado, mi padre quería que sus hijos aprendiéramos que los bienes materiales de la existencia se ganan con iniciativa y con trabajo. De esta suerte, con su incentivo y enseñanza, y un crédito de su entonces jefe, los días de vacaciones decembrinas de primaria y secundaria yo los pasé atendiendo el endeble puesto de mi propiedad en la anual feria del juguete, que en mi pueblo se ponía entonces en la única calle de la Corregidora.
Por eso cuando escribo del comercio informal, el de los puestos callejeros, no hablo de oídas. Yo me gané muy buenos pesos vendiendo y regateando el precio de muñecas y carritos, pistolas y pelotas, con los furtivos santacloses y los reyes magos que por la noche iban a colocar sigilosamente los regalos. Todo en cash, como diría Zedillo, sin facturas y sin impuestos. Y sin mentiras.
A propósito de los Reyes Magos, al cabo de mucho tiempo he aprendido que uno se refugia creyendo en los mitos, cuando la realidad ya no le ofrece otra salida. Los primeros hombres inventaron a los primeros dioses cuando no tenían una explicación para los fenómenos naturales. Así surgió Zeus para justificar al rayo, Ceres para explicar la agricultura o Mercurio, el de los pies alados, para comprender el comercio.
Hoy no me queda más remedio que acudir a los Reyes Magos con mi carta de buenos deseos. Porque sé que los que deben cumplir estos deseos no me van a hacer caso. Adelanto la carta unos días por varias razones. Primero, la entrada del año nuevo nos obliga a desear nuevas realidades. Segundo, este periódico cerró su edición del día primero antes de tiempo, para que los compañeros de talleres pudieran ir a celebrar el fin de año con los suyos. Tercero, porque a esta temprana hora no se me ocurre otro tema. Sale pues:
Queridos Reyes Magos:
Quiero pedirles que este año en mi casa el presupuesto de ingresos pueda cubrir las necesidades de los egresos. Ustedes dicen que la inflación será de tres por ciento, y en esa proporción nos aumentaron de sopetón el precio de la gasolina, a reserva de mejorar. Sin tener la profesión de ustedes adivino que nos va a ir de la fregada.
Quiero que me traigan un país en paz, donde se pueda salir a la calle sin temores. Si es necesario que le aconsejen al Herodes en turno que haga uso de la fuerza para contener a los malandrines, o sea: ya lo hicieron más de una vez. Quiero que en el reparto de los bienes materiales sean un poco más justos. Actualmente, consta en actas, a unos les dan el oro, a otros el incienso y a muchos nos toca pura mirra. La mirra, ya se sabe, es una resina aromática de propiedades narcóticas y anestésicas que se usaba en la antigüedad para embalsamar a los muertos; en el imperio romano se daba a beber a los moribundos y condenados a muerte mezclada con vino. Bueno, eso dice Wikipedia, que es el oráculo de nuestro tiempo.
Ya entrado en generosidades, no pido para mí sino para mi gente. Que ellos tengan acceso a la salud, a la escuela y al trabajo. Lo que mi padre me dio, cuando debió haberme estado engañando con el cuento de los Reyes Magos.