José Elías Romero Apis - Recuerdos de 2014

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Escribo estas notas desde el Caribe. Vine a descansar y a distraerme de las convulsiones mexicanas. La travesía marítima a bordo de las maravillas de recreo que ha inventado el hombre amainan las preocupaciones. Sin embargo, ni en vacaciones me aparto de mis sufridos lectores y les comparto un sueño que me asaltó hace tiempo.

 

Será que hemos vivido un año de surrealismo donde el ensueño es una de nuestras pocas realidades. Será que, a veces, nos instalamos en esa región intermedia donde no distinguimos el sueño del insomnio y llegamos a confundir uno con otro. Por eso, prefiero decir que lo soñé aunque no sé si lo evoqué. La imaginación del insomne es tan fértil y tan incontrolada que suele rebasar a la felicidad de la ensoñación y a la siniestralidad de la pesadilla. Por eso es común que el dormitante confunda los tiempos en los que es soñante con aquellos en los que es insomne, así como no distingue con claridad su estado vigilante de su estado durmiente. Luis Spota les llamaba “los sueños del insomnio”.

 

 

Quizá estuve en ese tercer estado de somnolencia con la mente suelta. Delgado filo entre el dormir y el vigilar donde la mente todavía no se rinde, porque en parte está vigilante, pero ya no se controla porque en parte está dormida. Como potro y jinete sin fuete pero, también, sin rienda.

 

Es el caso que soñé o creí soñar que me encontraba en una fiesta de fin de año. La muy clásica de nuestras costumbres mexicanas. Con romeritos, bacalao, pavo, ponche y hasta ensalada de betabel. Estaban mis familiares más queridos y muchos de mis inseparables amigos. Lo único extraño es que nuestro anfitrión era, ni más ni menos, el presidente de un país que no logré identificar. No era un presidente actual ni alguno del pasado. Era una extraña combinación de muchos de ellos.

 

Lo más excéntrico fue que al momento del cambio de año, con el sonido de las doce campanadas, el presidente-anfitrión devoraba cada uva mientras el resto de los invitados le deseábamos un parabién. Olvidaba decir que, en mi sueño, había una magia. Esos buenos deseos siempre se cumplían, para la fortuna de la nación.

 

Así, para comenzar, todos le desearon que tuviera el carisma y la aceptación que convirtió en leyenda a John F. Kennedy. Eso no será mucho, pero es un buen comienzo. Segundo, que seas tan obedecido, con el agrado de tu pueblo, como los chinos obedecieron a Chou En-lai. Tercero, que en todo momento difícil se te brinde la comprensión que le tuvieron a Gandhi. Cuarto, que alcances el respeto de tu pueblo como lo hizo Nehru. Quinto, que tus paisanos te quieran tanto como los mexicanos quisieron a López Mateos. Sexto, que logres el éxito que casi siempre logró Nikita Kruschev.

 

Cuando llegamos a la media docena de regalos ya aquel hombre se había convertido en un semidios, pero no por mentirosa adulación sino por verdadero equipamiento. Carismático, obedecido, comprendido, respetado, amado y exitoso. Nada mal para un principio de año. Pero vino el segundo episodio, el cual prometía beneficios mayores.

 

Séptimo, que la victoria te acompañe como a Álvaro Obregón, ese “Aquiles mexicano” que nunca fue derrotado ni en lo militar ni en lo político. Octavo, que ejerzas el liderazgo que siempre supo desplegar Franklin D. Roosevelt para llevar a su nación de la pobreza y la derrota a la riqueza y la victoria. Noveno, que poseas la vista de Richard Nixon, para no perder detalle alguno. Décimo, que te proteja la visión de Winston Churchill para ver lo que viene, pero que aún no llega. Undécimo, que poseas la videncia de Plutarco Elías Calles, para ver lo que los demás no pueden ver. Duodécimo, que alcances la gloria de Charles de Gaulle, ese “mesías francés”, para llevarnos hasta donde no podríamos llegar solos.

 

Ahora, el anfitrión ya era, además, invencible, caudillo, visionario, vidente y glorioso. Por eso, cuando enmudeció el reloj, se vació el uvero y se silenciaron los deseantes, el presidente ya era un verdadero dios. Oro, incienso y mirra hubieran sido poco regalo para tal majestad.

 

Pero, entonces, vino un encore. Tanta felicidad tenía una sola condición. El destino regalaría los doce bienes solicitados, pero sólo uno de ellos sería surtido en cada mes. El gobernante quedaba obligado a aplicar toda su inteligencia, toda su serenidad y toda su paciencia para escoger el preciso momento de aprovechar cada uno de ellos. No gastar la gloria cuando lo que se requiriera fuera un simple éxito. No utilizar la videncia en un asunto de mera vista. No confundir la aceptación con el liderazgo ni el carisma con el caudillaje. No enmarañar el respeto con la victoria.

 

Cuando desperté, comprendí que el gobernante de mi sueño había sido un elegido para gozar de los grandes privilegios de los dioses. Tan sólo estaría obligado a aportar las pequeñas virtudes de los hombres. Ya en la ducha pensé en todas las veces que dilapidamos nuestras fortunas, tan sólo por no saber para qué sirven o en qué momento utilizarlas. Me reí de mí mismo y de muchos de mis conocidos. La noche quedó atrás.

 

                *Abogado y político.

 

                Presidente de la Academia Nacional

 

 

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