Gerardo Galarza - Los dueños del circo

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Es lugar común decir que los ciudadanos están hartos de los políticos y sus partidos, de todos los partidos y de todos los políticos. Todos son iguales, como se dice.

 

Los presuntos analistas y los miembros de la comentocracia repiten en las aulas, en las conferencias y en los medios de información que el sistema de partidos políticos está en crisis en todo el mundo.

 

También es un lugar común decir que la democracia es el mejor sistema político. O el menos malo de todos los que la humanidad ha inventado, como dicen que decía sir Winston Churchill.

 

 

Y sí, la democracia es un sistema que vuelve iguales a todos los ciudadanos: el voto de cualquier ciudadano vale lo mismo. Todos los ciudadanos tienen derecho a votar a sus gobernantes y a sus representantes, a elegir, y todos tienen el derecho a ser votados, a ser electos gobernantes o representantes de sus conciudadanos. Ésa es la gran virtud (por eso todos nos decimos demócratas) y también el gran defecto (por eso culpamos a los demás, especialmente a los políticos y a sus partidos) de la democracia.

 

Ya en estos días y por lo menos hasta el próximo 7 de junio, los mexicanos estarán inmersos en un proceso electoral que se desea totalmente democrático, aunque los ciudadanos estén hartos de los políticos y sus partidos.

 

Ese hartazgo, no de ahora, ha tratado de inventar “fórmulas” para castigar a los políticos y a sus partidos, desde provocar el abstencionismo hasta proponer votar por candidatos “ciudadanos” o “independientes”, lo cual se ha vuelto una bandera de la corrección política, aquí y en el mundo democrático.

 

Pero resulta que en México todos los candidatos, los de los partidos y los “independientes”, necesariamente son ciudadanos, por la simple razón de que las leyes, comenzando por la Constitución, exigen que los postulados a cargos de elección popular sean legalmente ciudadanos en pleno goce de sus derechos. Y es imposible la existencia de un candidato absolutamente independiente, porque él solo no podría obtener el registro de su candidatura porque necesita un determinado número de firmas de ciudadanos inscritos en el padrón electoral para solicitarlo y, de conseguirlo, pues necesita de una estructura, aunque sea muy mínima para hacer campaña y, por supuesto, dinero para promoverse.

 

Es probable, supone el escribidor, que esos votantes quieran candidatos apartidistas y lejanos a lo que comúnmente se conoce como la política, a la grilla, a la corrupción. Y tienen derecho, faltaba más.

 

Sin embargo, en cuanto algún ciudadano apartidista o alejado de la política, por lo menos públicamente, intenta postularse, ya sea a través de una candidatura independiente o un partido político, generalmente esos mismos votantes se escandalizan y lo rechazan.

 

Tales son los casos del ciudadano que trabajó como payaso bajo el nombre de Lagrimita, quien junta firmas para obtener una candidatura independiente a la presidencia municipal de Guadalajara, Jalisco, o del ciudadano Cuauhtémoc Blanco, quien trabaja como futbolista profesional en el equipo Puebla, y es precandidato del Partido Socialdemócrata a la alcaldía de Cuernavaca, Morelos. Las aspiraciones de ambos han provocado verdaderos incendios en los medios de información y en las llamadas redes sociales, principalmente Twitter y Facebook.

 

“¡No queremos circo!”, “No queremos payasos”, “Queremos candidatos ciudadanos preparados”, son las frases más suaves contra esos dos ciudadanos y lo serán contra otros que traten de obtener una candidatura independiente o se acojan a cualquier partido. Pero nadie da un  nombre de presunto “candidato ciudadano” a su gusto ni mucho menos que ese mencionado vaya a aceptar una candidatura.

 

Nadie puede negar que Lagrimita y Cuauhtémoc Blanco tengan derecho a ser candidatos a cualquier puesto de elección popular, si ambos cumplen con los requisitos que impone la ley para el caso, para eso son ciudadanos, como todos los demás, los que se dedican a la política y los que no.

 

Los casos de Lagrimita y el Cuau son parte de los riesgos que implica un sistema que reconoce la igualdad entre los ciudadanos: todos tienen el derecho a votar y a ser votados, salvo si han violado la ley y por lo tanto sus derechos políticos no están vigentes, porque las leyes mexicanas no exigen ninguna preparación para ocupar cualquier cargo de elección popular. Legalmente, para escándalo de muchos, en México un analfabeto puede postularse para ser Presidente de la República y, de ganar la elección correspondiente, ocuparla, o gobernador, o senador, o diputado local o federal o alcalde o regidor.

 

Y la preparación académica no garantiza absolutamente que quien la tenga sea un buen gobernante. Entre los Presidentes de la República recientes hay tres que tienen posgrados académicos, incluso en universidades extranjeras muy prestigiosas, donde también han dado clases: Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Felipe Calderón. Usted tiene ya una opinión sobre sus gobiernos. Y si se revisan los grados de legisladores y funcionarios públicos de alto y medio niveles, los posgraduados son… miles.

 

 

La mayor virtud de la democracia es que iguala a los ciudadanos. Éste es, paradójicamente, su mayor defecto en un país donde todos nos decimos iguales… mientras que los que consideramos desiguales (por cualquier estúpida razón) no quieran ser iguales que nosotros. El problema no son Lagrimita ni Cuauhtémoc Blanco ni cualquier otro candidato partidista o no; el problema y la solución están en la mano de los votantes, los que eligen, los que cruzan las boletas… es decir, el problema y la solución están en los ciudadanos, los dueños del circo, principio básico de un sistema democrático.