Columna & Opinión 8/9/16

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-El presidencialismo, herido de muerte

Por Pascal Beltrán del Río

La actual crisis de credibilidad que enfrenta el presidente Enrique Peña Nieto tiene una dimensión personal, forjada a partir de decisiones cuestionadas por la opinión pública, pero sin duda, también una dimensión institucional.

En días recientes nos hemos fijado sobre todo en la primera, y hemos sido testigos de una especie de competencia entre algunos opinadores para ver quién es capaz de dirigir el peor insulto al Presidente.

Como no sé si se pueda llegar más lejos que llamarle “estúpido y traidor”, creo que debiera ya declararse a un ganador.

Sin embargo, si nos serenamos un momento y vemos con detenimiento la imagen, aparece -como sucede en un estereograma- otro dibujo detrás: el de una institución que ha dejado de ser útil.

Por el tipo de presidencialismo que hemos construido en México, es muy difícil separar el cargo de la persona que lo ocupa temporalmente.

Es decir, la Presidencia de la República no es un ente que exista por sí mismo como ocurre en otros países. Aquí no hay, por ejemplo, una Executive Office of the President, creada por el artículo segundo de la Constitución de Estados Unidos.

En México, más allá de formalidades, la Presidencia de la República es el poder que ejerce una persona, quien al ocuparla la moldea mediante su “estilo personal de gobernar”.  

Nunca, desde que se mide la popularidad del Ejecutivo, ésta había estado en un nivel tan bajo. Parece que hemos llegado al punto de que -por parafrasear al presidente estadunidense Lyndon B. Johnson- si un día Peña Nieto caminara sobre las aguas del Lago de Chapultepec, la gente diría que el Presidente no sabe nadar.

¿Es Peña Nieto el problema o es el presidencialismo? Sin negar los múltiples errores y omisiones que ha cometido el mandatario, la crisis parece tener mayor fondo.

Peña Nieto tripula un vehículo con las llantas ponchadas. La transición democrática mexicana decidió que había que limitar los poderes del Ejecutivo para que éste ya no pudiese dominar a los otros dos Poderes.

No estoy diciendo que la Presidencia no tenga facultades, pues es obvio que sí. Lo que estoy diciendo es que se ha vuelto disfuncional porque fue creada como la cabeza de un sistema que ya no existe.

Lo que sigue existiendo –quizá porque remonta a los tiempos precolombinos– es el paternalismo. Eso hace creer a muchos mexicanos que el Presidente es y debe ser omnipotente. Y cuando éste no logra resolver todos los problemas de sus hijos los ciudadanos, entonces es tiempo de cambiarlo.

Eso sucedía en el pasado, pero nunca de forma tan rápida ni virulenta. Para que pudiera entronizarse un nuevo Presidente, el que estaba en turno debía disminuir su poder. Y eso implicaba muchas veces someterlo al cadalso de la crítica popular.

El problema es que eso antes ocurría en el último año del sexenio, cuando el sucesor estaba ungido como candidato o en espera de asumir el cargo.

Hoy, otra cosa que demuestra la crisis del presidencialismo es que los sexenios se han vuelto lapsos inciertos y, por tanto, inmanejables.

México no tiene mecanismos prácticos de sustitución del Ejecutivo. Si el Presidente no renuncia al cargo -y eso sólo puede ocurrir por “causa grave”-, es imposible cambiarlo.

Y aunque eso sucediera, ¿ganaríamos algo como país? ¿Se puede pensar que el Presidente sustituto o, incluso, el próximo Presidente constitucional puedan resolver las cosas que Peña Nieto no ha podido?

Peor aún, si nos atenemos a las encuestas y aplicamos un poco de lógica, la próxima elección presidencial arrojará a un ganador con un porcentaje de votos de 30% o menos.

En el actual ambiente y con las alteraciones al andamiaje institucional que ha hecho la transición democrática, eso también será inmanejable. A menos, claro, que el próximo Ejecutivo quiera imponer su autoridad por la fuerza, sin importarle la crítica.

Parecería que a eso estamos condenados en México: tener un Presidente cada vez más débil y unos niveles cada vez más bajos de gobernabilidad.

Sé que los sistemas parlamentarios tienen también desventajas. Ahí está España, que no ha podido formar gobierno.

Pero al menos tiene una ventaja sobre el presidencialismo: cuando se debilita el Ejecutivo, incluso cuando cae, el país y sus instituciones siguen funcionando.