Manuel Zepeda Ramos - Fusión
Piedra Imán
Manuel Zepeda Ramos
Fusión
Duró. Demasiado duró la discusión. Tanto, que después a nadie le importó.
Si el Son Jarocho tenía o no influencia africana.
Unos doctores decían que no. Otros doctores decían que sí.
Los que decían que no, agregaban que la única influencia africana eran los ocho siglos de dominación mora en España. Es claramente, agregaban, una demostración de danza y música de España abrevadas en la cultura Celta milenaria que llegaron acá por Veracruz y se instalaron en la cuenca del Papaloapan. Si algún negro lo influenció ejecutando la jarana como cuarto o de plano el arpa, concluían, tendría que haber llegado de Cuba a través del Puerto; “las dos orillas” bien tratadas por el Tigre de Ciudad Mendoza, Bernardo García Díaz, en su documento fundamental. Otros que estaban de acuerdo con el no, decían que los esclavos que llegaron a Veracruz llegaron despojados de su cultura por la larga estadía en Costa Verde, el estacionamiento eterno de los negros en su viaje, sin boleto de regreso, a la América.
Los que decían que sí, simplemente decían que sí, porque los esclavos lo influenciaron con su cultura; de allí los tambores, la carraca de burro y, por qué no, el cajón peruano que muchos se empeñan en decir que es andaluz porque Joaquín Cortez o el Cigala lo utilizan en sus espectáculos.
Pero todo este alegato que sucedió en Xalapa, con ímpetu y rampabolla hace pocos años, de repente se acabó, como la influenza.
Y cómo no va a ser así si la vida sigue y el hombre, el ser humano, todos los días se acomoda en el medio ambiente para conquistarlo, modificarlo y seguir viviendo, construyendo todos los días la cultura del mundo.
Apareció SONEX y “llegó el comandante y mandó a parar” hubiera dicho Carlos Puebla.
Con fandango y zapateado, violín eléctrico, batería, jarana y todas las percusiones del mundo acabó con el cuadro y, con él, la discusión.
Seguía siendo son jarocho con nuevos aditamentos, letras nuevas y muchos jóvenes enloquecidos por la felicidad encontrada.
A eso le llaman ahora fusión.
Al fin ingeniero, me la imagino como un tornillo sin fin, como una hélice que ya avanzó a otra cota más alta pero en el mismo eje de las equis.
Con todo el arte pasa o pasará lo mismo.
Lo veo claramente en la cerámica y en los textiles artesanales.
Hace muchos años, cuando era ingeniero y trabajaba en la SOP, me encontré en Oaxaca cerámica negra de Coyotepec con diseños nuevos propuestos por holandeses que trabajaban al lado de los artesanos. Eran piezas nuevas, diferentes a las piezas esferoides -hermosas y eternas que quien no tenga una en su casa estará fuera de la posteridad-, pero que aportaban un nuevo interés a los adquirientes. También observé el mismo fenómeno en Amatenango del valle, en Chiapas. A los nuevos diseños, se añadían también técnicas de cocimiento moderno que daban como resultado piezas más fuertes y resistentes, con la consecuente apertura de nuevos mercados.
Vi en la tele nacional a una señorita Cuellar que vivió en Xalapa y aprendió cerámica. Trabaja ahora en Pátzcuaro con el mismo tema aquí analizado. Nuevos diseños diferentes a los tradicionales centenarios que deberán abrir nuevos mercados en México y el mundo. Lo hace al lado de otra mujer que trabaja los textiles de Chiapas proponiendo diseños y usos nuevos para diferentes gustos en aras de refrescar el gusto de los compradores para la vida mejor de los artesanos, sobre todo con la lana del borrego Chiapas, ese borrego lacio que Raúl Pérezgrovas desarrolló con gran éxito para la lana artesanal de los Tzotziles. Me acordé de la xalapeña Úrsula Lascurain y sus zapatos tenis modificados en San Cristóbal, de lona, tejidos en su superficie con bordados de San Andrés Larráinzar que bien podrían ser las delicias de los jóvenes del Planeta. En fin.
Es la fusión.