María Amparo Casar - Lo que no hay que hacer
Lo mejor —quizá lo único bueno— de que se hayan publicado las leyes reglamentarias de la reforma político-electoral es que por fin han quedado atrás y que ya no hay excusa para seguir posponiendo el debate y aprobación de otras reformas que, al menos en el papel, tienen el potencial de mover a México.
La negociación a la que fueron sujetas las leyes y el producto final que ofrecieron los legisladores es un manual de lo que no debe hacerse con la treintena de leyes que regularán las reformas energética y de telecomunicaciones: debate centrado en las cúpulas partidarias, abandono de los propósitos originales, concesiones para todos, candados que restan efectividad a las medidas propuestas e imprecisiones que conducen al litigio. Cada uno de estos vicios quedó bien acreditado en las leyes generales de Instituciones y Procedimientos Electorales, de Partidos Políticos y de Delitos Electorales.
Estas reformas no sólo no moverán a México. Ni siquiera tienen la virtud de cumplir con algunos de los objetivos planteados. No hay prácticamente nada en ellas que lleve a generar mayor certeza en los procesos electorales o mayor confianza en las autoridades electorales o en los actores políticos. Simplemente están mal alineadas.
La semicentralización de los procesos electorales en el INE difícilmente terminará con la práctica del desvío de recursos públicos de los gobernadores o con la supuesta o real parcialidad de los órganos electorales locales.
La promesa de reducir el costo de las elecciones —incluido el gigantismo de las burocracias electorales— seguirá siendo una fantasía. Lo mismo prometieron en la Reforma Electoral de 2007 y hoy las elecciones cuestan más. Bastante más si al aumento que se autorrecetaron los partidos sumamos el aumento en financiamiento privado.
Miradas con ojo crítico, las nuevas leyes electorales lograron empeorar lo empeorable y no mejoraron lo mejorable. México ya adolecía de una sobrerregulación electoral y los legisladores encontraron la forma de superar su marca: más conductas sujetas a control y más castigos que no tendrán la capacidad de corregir las conductas de los principales actores.
Por si fuera poco, a cada propuesta le impusieron candados de forma tal que los supuestos “beneficios” que las animaron acabaron siendo prácticamente anulados.
La idea de un instituto electoral nacional fue anulada por la supervivencia de los ahora llamados Órganos Públicos Locales Electorales.
La facultad de atracción de las elecciones locales fue atajada otorgándole a cuatro consejeros el poder de veto.
La reelección —materia normada en la Constitución— fue desvirtuada imponiéndole la restricción de que el candidato que la ambiciona debe buscarla por el mismo partido por el que obtuvo el cargo inicialmente o separarse de él antes de la mitad del periodo para el cual fue electo.
Las candidaturas independientes fueron obstaculizadas por la vía de imponerles requisitos cuatro veces mayores que a los partidos políticos.
Las causales de nulidad se acotaron por la única vía posible que les quedó: estipulando no sólo que deberán de ser determinantes sino estableciendo que dichas causales (exceder los gastos de campaña previstos, adquirir cobertura informativa o tiempos en radio y tv, recibir o utilizar recursos de procedencia ilícita o recursos públicos en las campañas) deberán “acreditarse de manera objetiva y material”.
En cambio, ahí, donde hacían falta las nuevas regulaciones, la desatención prevaleció. La reglamentación a la propaganda gubernamental personalizada volvió a quedar en el limbo (ya lleva ahí siete años) y quedó confirmada la excepción que permite a los servidores públicos promover su imagen con recursos públicos a lo largo de todo el territorio nacional durante los periodos en los que informan sobre el desempeño de sus cargos. Más grave aún, se dejó pasar la oportunidad para enderezar el modelo de relación medios-elecciones instaurado en 2007 que, lejos de promover la información y el debate públicos, condujo a la llamadaspotización de las campañas. Por si fuera poco, se introdujo como causal de nulidad la “cobertura informativa indebida” que, tratándose de espacios informativos o noticiosos, se define como aquella que “por su carácter reiterativo y sistemático, se trata de una actividad publicitaria dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos y no de un ejercicio informativo”.
Más allá de la opinión que nos merezcan las reformas electorales originalmente planteadas y las recién publicadas, cada uno de estos candados revela, por un lado, la poca convicción con que se abrazaron y defendieron las propuestas y, por el otro, la protección de los intereses de los propios partidos y no de los ciudadanos.
El resultado ha sido decepcionante. La población no las conoce ni tiene interés en ellas y la calidad de la democracia no mejorará. Son un ejemplo claro de cómo no hacer las cosas. Si las reformas energética y de telecomunicaciones pretenden mover a México, más vale que no sigan la ruta que eligieron los legisladores en las reformas electorales.
*Investigador del CIDE
Twitter: @amparocasar