Pascal Beltrán del Río - Fuchibol
Cuando Luiz Inácio Lula da Silva dejó el poder en Brasil, tras de ocho años en la Presidencia, no faltaron las voces que afirmaban que el país sudamericano le había ganado la partida a México.
Incluso, en el colmo del malinchismo, hubo quien propuso que el exsindicalista viniera a México a dar unas lecciones de cómo se gobierna.
Quienes decían cosas así hace tres años, hoy andan francamente callados.
Durante buena parte de la década pasada, Brasil se puso de moda, cierto, pero hoy es posible ver que era más por un asunto de marca, que por haber encontrado la clave del crecimiento sustentable.
Las protestas que surgieron en Brasil hace casi un año han hecho evidente que el gobierno de Lula (2003-2010) se la jugó para ser la sede del Mundial de Futbol, y de los Juegos Olímpicos, a cualquier precio.
Brasil incluso fue más allá de lo que exige la FIFA y salió con la puntada de tener 12 sedes de la Copa del Mundo (lo estipulado son ocho). Y así surgieron sedes como Manaos, donde no hay un equipo que compita en la Série A, el máximo circuito del futbol brasileño, desde hace casi 30 años.
La Arena da Amazônia —donde se jugarán cuatro partidos de la primera ronda, entre ellos el Inglaterra-Italia— costó unos 290 millones de dólares, 70 millones más de lo previsto. Y difícilmente este estadio, con aforo para 44 mil personas, podrá ser llenado una vez que concluya el Mundial.
Pero eso no es todo. Renovar el estadio de Brasilia costó mil 200 millones de reales (unos 535 millones de dólares), el doble de lo proyectado.
Pese al enorme gasto público en los recintos mundialistas, que ha exasperado a los brasileños, la infraestructura deportiva se ha entregado con retraso y/o fallas. En el caso del estadio de la capital, a fines del año pasado, se detectó que el techo goteaba.
El costo excedido de las obras y el hecho de que el país no haya podido terminar a tiempo con los preparativos de un acontecimiento deportivo que parecía mandado hacer para él, han puesto de relieve la enorme ineficiencia y corrupción del aparato burocrático brasileño, en el que cargos técnicos son ocupados por miembros del partido del gobierno sin competencia para ejercerlos.
Si bien los Mundiales de Argentina 1978 y México 1986 se desarrollaron en ambientes sociales crispados, ninguna Copa del Mundo se compara con la de este año en Brasil por la cantidad y diversidad de manifestantes en las calles a unos días de la inauguración. Y mucho menos por la oposición que una parte importante de la sociedad brasileña expresa contra la organización del certamen.
Lo que comenzó como una protesta urbana contra el alto costo del transporte público ahora es una de carácter nacional por la mala calidad de la educación y los servicios de salud, una situación que cualquier gobierno —aún más, uno de izquierda— tendría que asumir como una vergüenza.
Cuando viajé a Brasil para cubrir la última elección presidencial, muchos brasileños presumían que las políticas sociales del presidente Lula habían sacado a tantos habitantes de la pobreza que el número de personas que viajaba en avión se había incrementado sustancialmente.
Comparé el supuesto logro con una escena que sólo me había tocado ver en África: hordas de menesterosos hurgando al anochecer en las bolsas de basura que los restaurantes depositaban en la calle cerca de la paulista Praça da República. Y concluí que el gobierno había intentado brincarse varias fases de desarrollo en aras de presentarse ante el mundo como un gigante de la emancipación social.
Hoy, a las televisoras que se aprestan a viajar al Mundial las propias autoridades brasileñas les advierten lo peor: que a sus enviados no se les ocurra desplazarse por Río de Janeiro y otras ciudades sin contratar seguridad especial, pues se exponen a la posibilidad de ser asaltados y perder su equipo.
Muchas de las críticas se están centrando en la gestión de la presidenta Dilma Rousseff —quien enfrenta una batalla por la reelección en octubre—, pero resulta difícil de creer que ella sola dilapidó el milagro brasileño. Más bien, la situación ha venido incubándose por años. Y la decisión de hacer el Mundial a toda costa es la gota que derramó el vaso.
Algunos dirán que todo lo que he dicho de Brasil puede aplicarse a México. Quizá no todo, pero sí mucho. Aun así, hay mexicanos que siguen volteando hacia los experimentos políticos en Venezuela, Brasil y otras naciones sudamericanas en busca de un modelo que saque a México de la pobreza.
Deberían dejar de hacerlo, pues el aparente éxito de Lula en Brasil, de los Kirchner en Argentina y de Hugo Chávez en Venezuela, tuvo que ver con el alto precio de las materias primas en el mercado internacional más que con las políticas públicas que pusieron en práctica esos gobiernos.
Hoy, quizá con excepción de Bolivia, el futuro ha alcanzado a las naciones del ALBA, como lo demuestran los manifestantes en la calle.
Nuestros problemas, los de México, son muchos y algunos de ellos muy graves, como la persistente desigualdad. Pero no se resuelven regalando dinero público sino generando riqueza.
No hay soluciones mágicas, desde luego, pero cuando se apuesta por buscar qué venderle al resto del mundo, aumentar la productividad, fortalecer el Estado de derecho y combatir la corrupción, las bases para el progreso son más sólidas.