Sergio González Levet - El claxon

el

Sin tacto

 Por Sergio González Levet 

El claxon 

¡Pii!

¡Piiiiii!

¡Piiii piiii piiiii!

Las bocinas resuenan airosas en las calles del centro de Xalapa, en las avenidas de acceso, en las colonias populosas, en las carreteras. Suenan por todas partes en esta ciudad dominada por el ruido y la desesperación de los conductores, que creen que tocando el claxon lograrán lo imposible: que la vialidad se recupere, que la fluidez regrese a nosotros como hace 10, 15, 20 años, cuando ir del centro a la periferia era un suspiro y una delicia.

Pero las bocinas suenan y resuenan, aunque eso no sirva para nada.

La cosa es molestar a los demás porque uno está molesto, piensan algunos, egoístas; la cosa es hacernos notar para que los otros choferes nos vean, piensan otros, prácticos; la cosa es que el agente de Tránsito se dé cuenta de que debe agilizar el paso, piensan los más, ilusos.

El claxon es un adminículo, una herramienta, un elemento que tienen los vehículos para llamar la atención en un caso de urgencia. Véase bien: “en caso de urgencia”, pero se ha terminado de convertir en un arma que utilizan los desesperados atrás del volante para echarle a perder la vida y los nervios a quienes aún viven en el centro xalapeño o a los que tienen la desdicha de que su casa esté ubicada en alguno de los cruceros muy concurridos o en alguna de las vías imposiblemente transitadas, que son casi todas las de Xalapa.

 

La confluencia de la Avenida Murillo Vidal y las calles Zamora, 5 de Febrero y Diego Leño (justo donde está el edificio que se conoce como del correo, aunque la dependencia ahora está a un lado, arrinconada en un lugar apenas acorde con la inutilidad y la soledad a la que la mandaron las agencias de entrega fugaz y el Internet) es un infierno de sonidos todas las mañanas… y todos los mediodías… y todas las tardes… y muchas noches. Seguramente apresurados por llegar a su destino en alguna oficina o negociación ubicada en el centro histórico, quienes llegan manejando ahí lo hacen con una prisa adolescente que los lleva a apretar el centro del volante para que salgan las fanfarrias de su coche, muchas veces con acordes semejantes al de la mexicanísima mentada de madre: pipi pipipi.

Y los agentes de tránsito, si los hay, ponen su granote de arena con los silbidos exasperantes de sus pitos de metal o plástico, pensando tal vez, homeopáticamente y hasta en latín, que similia similibus curentur (lo semejante se cura con lo semejante) aunque olvidan otro principio de la homeopatía que dice que natura morborum medicatrix (la naturaleza es el médico de las enfermedades).

En esa céntrica zona está el centro de salud Gastón Melo, varias escuelas y hasta una guardería, el departamento de una gran artista gráfica y escritora (que fue la que me pasó el dato) y muchos establecimientos cuyos dueños o usuarios sólo piden un poco de silencio, tantita tranquilidad, y nada más.

No hay que ser.

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