Pascal Beltrán del Río - Pobres, de generación en generación

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Hace 20 años que la familia de Ramiro Flores Jiménez recibe apoyo de los programas de asistencia gubernamentales, pero su situación económica en muy poco ha cambiado desde entonces.

Él tenía 16 años de edad cuando su madre conoció por primera vez este tipo de ayuda. Hoy este triciclero de Villa Comaltitlán, Chiapas, tiene 36 años. Está casado y tiene cuatro hijos. La familia vive en la casa de la madre de Ramiro, la misma en la que él se crió y donde se sigue cocinando con fogón.

Entre su esposa y él apenas logran reunir unos cuatro mil 500 pesos al mes, según dijo Ramiro al corresponsal Gaspar Romero. Su esposa está inscrita en el programa federal Oportunidades, y su madre en el estatal Amanecer y en el federal 65 y Más.

Es evidente que la familia Flores no podría sobrevivir sin la ayuda que recibe. De continuar así las cosas, los cuatro hijos de Ramiro quizá requieran de la asistencia gubernamental, con lo que se convertirían en la tercera generación que lo recibe.

 

Casos como el anterior pueden encontrarse en muchas partes del país. Los programas asistencialistas no están logrando sacar de su situación de miseria a millones de mexicanos, cuyos hijos y nietos parecen condenados a no vivir mejor que ellos.

Desde 1988, los mexicanos pobres han sido apoyados por los programas federales Solidaridad, Progresa y Oportunidades, entre otros, así como por diversos programas de asistencia estatales.

Es probable que, sin estos apoyos, millones de mexicanos no habrían podido sobrevivir. Sin embargo, es tiempo de evaluar por qué, a pesar de una inversión cuantiosa del dinero de los contribuyentes en combatir la miseria, ésta no ha disminuido significativamente en un cuarto de siglo.

De acuerdo con cálculos del gobierno federal, tan sólo en el programa Oportunidades, lanzado en marzo de 2002 para sustituir a Progresa, se ha gastado más de medio billón de pesos.

Los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) indican que, con todo y esa inversión, la pobreza patrimonial en México apenas declinó de 46.1% a 45.5% de la población entre 2010 y 2012 (ese último año había 53.3 millones de mexicanos en esa situación), mientras que la pobreza alimentaria, la de aquellos que no perciben lo suficiente para comprar una canasta básica, pasó de 11.3% a 9.8% de la población en el mismo lapso.

Los últimos cinco presidentes de la República han hablado fuertemente contra la pobreza y se han propuesto terminar con ella. No obstante, es un hecho que los programas federales de combate a la pobreza —notoriamente, Oportunidades—, y los programas espejo de los gobiernos estatales, no están sacando adelante a los mexicanos en la miseria.

Desde los años 80, los principales programas de lucha contra la pobreza han contado con esquemas que van más allá de la dádiva —como créditos a la palabra y esquemas productivos—, pero no han logrado que las transferencias de dinero a los pobres dejen de ser el pilar de la ayuda que ofrecen.

Es evidente que en un país con tanta desigualdad como el nuestro, los subsidios a los más desfavorecidos son indispensables. Sin embargo, las autoridades encargadas de distribuir esos subsidios no han logrado que éstos tengan propósitos claros y, sobre todo, plazos de cumplimiento.

Por eso, una familia, como la Flores, de Villa Comaltitlán, ha podido recibir transferencias de dinero por parte de los programas de combate a la pobreza durante dos décadas, y sus hijos los siguen recibiendo. Los subsidios deben servir para ayudar a superar una situación de apremio temporal, pero no deberían aplicarse sin límites.

En el combate a la pobreza hace falta un salto cualitativo. Sería muy difícil retirar de golpe la ayuda a las seis millones de familias que están en Oportunidades, pero es necesario romper los incentivos perversos para mantenerse perpetuamente en el programa.

Por ejemplo, he conocido versiones de que muchos beneficiarios mienten sobre su situación conyugal para evitar que se les retire la ayuda.

Y de alguna manera se ha creado la impresión de que cualquier esfuerzo que se haga para salir adelante por cuenta propia puede ser una causal de baja del programa.

Por eso, la ayuda debería orientarse a impulsar a los beneficiarios de Oportunidades y demás programas a que salgan de la pobreza, no mantenerlos en ella. Y, por tanto, a que dejen de necesitar esa ayuda en el mediano plazo.

Hay que acabar con las visiones paternalistas y los intereses electorales que parecen condenar a los pobres a que su única oportunidad de sobrevivencia consista en recibir la dádiva de un programa asistencialista.