VISITANTES DEL TERCER PLANETA / Yo fui el ruido que soñó con ser Humano” / MARCIANO DOVALINA
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A veces me despierto dentro del eco de una nota que nunca termina, allí estoy: suspendido entre la última cuerda y la primera estrella, el universo huele a ozono, a sudor, a guitarra quemada, me miro las manos, ya no son carne, son constelaciones, y recuerdo: yo fui humano una vez.
O casi.
Yo no nací del vientre de una mujer; nací de un feedback, una noche el Bronx gritó tan fuerte que una grieta se abrió en el cielo, y por esa grieta me colé, caí dentro del cuerpo de un muchacho que tenía más deudas que sueños, más botellas que milagros, él me prestó sus huesos; yo le presté mi ruido y juntos nos convertimos en Ace Frehley, el Spaceman.
No sabíamos entonces que el rock era un lenguaje marciano, tampoco sabíamos que cada nota se cobra su alma.
La primera vez que toqué, el aire se rompió, el público no aplaudía, se defendía, mis manos eran antenas, y cada riff enviaba mensajes a planetas que todavía no existen, el escenario temblaba, el maquillaje ardía, el cuerpo humano me quedaba chico, pero qué delicia… ¡ser humano duele tan sabroso!
Yo venía de un lugar donde no existe el error, allá, el silencio es una religión, pero aquí descubrí que la imperfección tiene ritmo, que el pecado tiene groove, que la libertad es un acorde mal tocado con toda el alma.
Por eso me quedé.
Por eso bebí.
Por eso me perdí.
Las noches olían a electricidad y a perfume barato, entre cada trago y cada beso había un abismo donde yo me veía reflejado, la gente gritaba mi nombre como si gritarlo los salvara, sin saber que yo también necesitaba que alguien gritara el suyo por mí y en ese ruido aprendí lo que ustedes llaman “soledad”.
A veces, mientras el público rugía, el muchacho humano intentaba volver, me suplicaba desde adentro: “Déjame dormir, déjame respirar, déjame ser solo yo.”
Pero el rock no perdona a los que quieren silencio, yo tampoco.
Kiss fue mi nave espacial, mis compañeros los astronautas de la locura, cada concierto era una batalla contra Dios y su aburrida armonía, yo tocaba hasta que las luces sangraban, mi guitarra era un exorcismo, una confesión sin cura, una explosión sagrada, ahí entendí que los santos no existen: existen los guitarristas.
Con el tiempo, el cuerpo empezó a oxidarse, la carne, esa máquina terca, pedía descanso, el alma se me escapaba por los poros como humo de amplificador viejo.
Y una noche supe que el viaje había terminado, el humano y yo nos miramos desde el mismo espejo, y por primera vez no supe cuál de los dos era el impostor.
Apagué la luz.
El público gritó.
Y en el último acorde, cuando las bocinas estallaron y la luna se apagó un segundo, entendí que la muerte no era silencio: era otra frecuencia.
Ahora vivo en el zumbido de las bocinas, en el chisporroteo de las guitarras baratas, en el rugido de los adolescentes que todavía creen que pueden desafiar a sus padres y a Dios con un solo grito, ahí sigo, escondido en los cables, en el ruido, en la electricidad.
No me recen.
Pónganle volumen.
Cada vez que un niño enciende una guitarra y la deja gritar sin miedo,
yo vuelvo a la Tierra un instante, me enciendo otra vez, el universo se agita, las estrellas desafinan y Dios, desde su trono de silencio, se tapa los oídos con envidia.
Porque yo, Ace Frehley —o lo que queda de mí—, no fui un hombre tocando rock, fui el rock intentando tocar la vida.
Y cuando la eternidad me pregunte quién fui,responderé sin miedo, con un riff que parta el cielo:
“Fui el ruido que soñó con ser humano y lo logró.”


