OPINIÓN / El Problema de Tolstoi / PEDRO ÁNGEL PALOU

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En su libro Sócrates abierto, Agnes Callard rescata una pregunta antigua con una elegancia incómoda. La pregunta no es cómo vivir bien, sino qué hacer cuando ya no sabemos por qué vivimos como vivimos. Llama a esto el Problema de Tolstoi, en referencia al momento en que León Tolstói, famoso, rico, leído, amado, se despierta un día y descubre que su vida ha perdido todo sentido. No ha perdido placeres ni prestigio. Ha perdido razones.

Tolstói no está deprimido en el sentido clínico. Tampoco está aburrido. Está, peor aún, lúcido. Se da cuenta de que todas las respuestas que antes lo sostenían —el trabajo, la familia, el arte, la moral heredada— ya no lo convencen. Siguen ahí, intactas, pero han dejado de justificar nada. El mundo continúa funcionando, pero él ha quedado fuera del sistema de razones que lo hacía habitable. Tiene cincuenta años.

Callard insiste en algo que solemos pasar por alto. El problema no es que Tolstói no sepa qué hacer. Sabe perfectamente qué hacer. El problema es que ya no cree en las razones por las que lo hace. Y no puede simplemente adoptar otras nuevas, como quien cambia de abrigo. Aquí aparece la trampa: para encontrar nuevas razones tendría que creer ya en ellas, pero creer es justamente lo que ha dejado de poder hacer.

Callard propone una transformación racional. El modelo no es el del sujeto que decide cambiar, sino el del sujeto que se deja cambiar por una razón que aún no entiende del todo. Sócrates no ofrece respuestas cerradas. Ofrece una forma de exponerse a preguntas que tienen la capacidad de reordenar nuestros fines.

El Problema de Tolstói no se resuelve eligiendo un nuevo sentido de vida como quien elige un hobby. Se resuelve —si es que se resuelve— aceptando que nuestras razones pueden ser reemplazadas desde fuera, por argumentos que al principio nos resultan ajenos, incluso hostiles. Por eso Callard habla de aspiración. Aspirar no es desear algo que ya comprendemos. Es permitir que algo que todavía no valoramos nos enseñe a valorarlo.

Tolstói, en su desesperación, coquetea con el suicidio. Callard no dramatiza ese gesto. Lo toma en serio filosóficamente. Si no hay razones, la vida no tiene por qué continuar. La pregunta socrática no es “¿cómo me siento?” sino “¿qué razones tengo para seguir?”. Y la respuesta no llega como consuelo, sino como exigencia intelectual.

El lector moderno suele querer una salida rápida. Callard no la concede. El Problema de Tolstói no es una crisis que se supere. Es una frontera. Quien la cruza ya no puede volver a vivir como antes. Pero tampoco puede vivir sin razones. En ese espacio incómodo, Sócrates reaparece no como maestro espiritual, sino como una figura peligrosa: alguien que nos enseña que pensar de verdad puede desarmar una vida entera. Sócrates no parte del respeto a nuestras convicciones, sino de la sospecha de que estas pueden estar mal formadas. La aspiración, en este sentido, no es un viaje interior, sino una rendición provisional de la soberanía. Pensar socráticamente significa aceptar que otra razón, encarnada en otro interlocutor, en otro modo de vida, puede tener más derecho que yo a decidir qué debería querer. El Problema de Tolstói alcanza aquí su forma más dura: no solo he perdido mis razones, sino que tampoco puedo garantizarlas de antemano.

Vivir filosóficamente no es entonces vivir fiel a uno mismo, sino exponerse a la posibilidad de dejar de ser quien uno es, si una razón mejor lo exige. Esa es la apuesta socrática que Callard no suaviza: que una vida examinada puede salvarnos del sinsentido, pero solo al precio de poner en riesgo la identidad que creíamos tener. La alternativa a la vida examinada no es el placer ni la espontaneidad, sino una existencia fragmentada en bloques de quince minutos, la metáfora que ella usa para describir una vida absorbida por urgencias locales, tareas inmediatas y pequeñas metas que se suceden hasta la muerte, sin llegar nunca a formar un todo inteligible. Vivir así no es elegir mal, es no elegir en absoluto. El socratismo aparece entonces como la única forma de recuperar el tiempo como algo más que una serie de intervalos consumidos, la única capaz de darle dirección y sentido a nuestras vidas.