Rubén Pabello Rojas - La corrupción sistémica nacional

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Rubén Pabello Rojas

La corrupción, flagelo de mil cabezas multiplicada por una potencia al infinito, golpea a las sociedades que siendo sus propias víctimas son a su vez la materia prima del perverso fenómeno. No hay de otra, imposible hacerse a un lado y negar esta verdad evidente. Son los mismos individuos, integrantes de una comunidad que se debate en la más dolorosa corrupción, quienes la producen, provocan, fomentan, toleran y luego la sufren. Negarlo es infantil.

Corrupción, dice su definición, es la acción y efecto de corromper, es sinónimo de envilecer, degenerar, depravar. Es señal de descomposición, putrefacción, desintegración, inmoralidad, decadencia, impureza y maldad. En pocas palabras, es algo muy feo.

 

La corrupción, muy extendida, sistémica en algunas sociedades, es un fenómeno patológico que estudia la Sociología; generalmente constituye una infracción, a leyes civiles y administrativas o la comisión de delitos bajo la esfera del Derecho Penal. Igual que otros actos ilegales, niega el Orden Jurídico, la Democracia y atenta contra Estado Nacional.

Siendo la corrupción acontecimiento cotidiano, con el cual se convive continuamente, llega a ser algo tan común y corriente que los ciudadanos, insensiblemente, lo ven como conducta si bien no normal ni sana, si como algo que existe en la naturaleza y así se acepta y tolera.

Nadie puede decir ni menos presumir de estar exento de concurrir a la práctica de la corrupción. Nadie puede arrojar la primera pedrada. Parodiando a un no muy bien recordado expresidente de la República: “La corrupción somos todos”. Si alguien es la excepción, seguramente será algún extraterrestre, probablemente habitante de Marte o quizás Saturno, para no ir muy lejos.

La corrupción no es privativa de un determinado punto del planeta, no, se produce en cualquier comunidad humana, desde luego con sus peculiaridades, correspondiendo a su esencia cultural y en casos específicos a la situación geográfica.

Si se cuantificara, como actividad económica, la práctica corruptiva alcanzaría cifras impresionantes. Baste imaginar, por ejemplo, cómo completa un servidor público del ramo vial, sea de una carretera federal o de cualquier ciudad, su ingreso diario. Si su salario es de mil pesos y su ingreso extra legal es de otros mil, sumará el doble de su percepción, lo que le significa a su familia o a sus dependientes económicamente la posibilidad de multiplicar por dos su capacidad de gasto. Así de simple.

Un caso casi conmovedor es la corrupción en, algunas, no todas, las ventanillas de la burocracia donde, para agilizar un trámite se llega al colmo, casi de caricatura, cuando le piden al solicitante la cooperación de un cartucho de tóner para la impresora, “que se quedó sin el consumible por falta de presupuesto oficial”.

Si estos sencillos ejemplos lo llevamos a la gran sumatoria que la corrupción genera como fenómeno económico, las cifras son increíbles, si se cuantifica el producto diario en su presentación más común y corriente, el monto tendría que sumarse, al Producto Interno Bruto (PIB); dicho sea dentro de la más jocosa picaresca. De este modo, se está ante una conducta antisocial aceptada y practicada por esa misma comunidad, constituyendo lo que podría encuadrarse como una verdadera industria, la corrupción nacional.

Asomarse al escenario en la escala de los grandes negocios realizados por empresas ya sea públicas o privadas, la magnitud de la descomposición, se torna en infinitesimal. Casi de no creerse y sin embargo existe en la más impune realidad. Si de un día para otro cesara totalmente la perversa práctica corruptiva, el país que la vive diariamente, simplemente quebraría. No podría sostenerse al no funcionar la economía sustentada en esa práctica, deleznable pero sumamente arraigada.

Cuántas veces los incrédulos oídos del pueblo han escuchado que ahora sí se irá contra los responsables hasta sus últimas consecuencias. Que se perseguirá a infractores y delincuentes hasta que paguen sus faltas “hasta las últimas consecuencias”. Burlas, solo palabras, engaños de un diccionario especial, imaginario, en el que los hechos no corresponden a los vocablos que definen.

Inaudita y a la vez tolerada sin sanción ni castigo, con remedos de persecución, la macro corrupción oficial en los tres niveles de gobierno. Contratismo con moches y diezmos. Beneficio velado a favor de monopolios. Usos de suelo irregulares. Sistemas de transporte “Metro” con inapropiadas especificaciones. Aeropuertos y autopistas presupuestalmente infladas. Trenes de alta velocidad que naufragan en proyectos, inoculados con sospechas de alta veracidad, por trafiques que dan lugar a revisar “casitas blancas”.

Pero no son solamente el ciudadano común, el funcionario alto o de medio pelo, el gran empresario o el industrial o algún magnate de la comunicación quienes infringen las leyes y caen en la maldecida pero siempre presente corrupción. No, también hay otros segmentos de la sociedad que participan de alguna de las variantes de ese anatema que es la corrupción.

Instituciones tan respetables y queridas por la comunidad mexicana, como son las fuerzas armadas y hasta la Iglesia, han sido tocadas. También han tenido, por excepción, amargos señalamientos. Justo es discriminar entre la institución como cuerpo intachable, sin mancha y aquel mal elemento que comete una falta individualmente.

Actualmente se instrumentan machaconas iniciativas de ley para combatir la descomposición. Intentos reiterados para legislar normas idóneas las cuales entrarán en vigor, pero nadie cumplirá ni hará cumplir.  

Pálidamente, en el gran foro nacional brilla casi perdida la esperanza de que en algún momento las sociedades infectadas de corrupción lograrán autorescatarse de tan grave mal. Queda para abordar y analizar la hermana gemela: La Impunidad, otra de las plagas actuales que castigan en una especie inverosímil de “boomerang” a las sociedades que las producen y las soportan.