ENTRE OVNIS Y ALIENS / El Maestro como Puente entre Mundos: Una Oda al Guardián del Conocimiento / MARCIANO DOVALINA

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En un planeta donde todo parece fugaz —desde las noticias que olvidamos al segundo hasta los valores que se evaporan con cada crisis—, hay una figura que persiste, aunque muchas veces la invisibilicemos: el maestro. No hablo del que da clases, hablo del que transforma. Del que, sin necesidad de una varita mágica, convierte el silencio en curiosidad, la ignorancia en dignidad, la confusión en luz.

El maestro es, en esencia, un puente. Un ser que camina entre dos orillas: la del saber y la del no saber. Pero no lo hace con soberbia, sino con humildad. No grita desde la cima del conocimiento, sino que baja, toma de la mano y acompaña.

En los tiempos antiguos —y también en los más recientes, aunque no lo admitamos— los maestros eran considerados sabios, chamanes, custodios del fuego del pensamiento. Y es que enseñar, en el fondo, es un acto místico: sembrar una idea, cuidar su crecimiento, y luego dejarla libre para que florezca donde tenga que florecer, incluso si eso significa que el maestro ya no sea necesario.

En un mundo saturado de información, pero hambriento de sabiduría, el maestro se vuelve aún más indispensable. Porque no basta con saber, hay que saber discernir. Y eso no lo enseñan los algoritmos ni lo ofrecen las redes sociales: lo enseñan los humanos que han vivido, que han leído, que han caído y se han levantado, que han aprendido a enseñar sin imponer, a corregir sin herir, a guiar sin manipular.

Ser maestro en la Tierra es una de las tareas más elevadas y, paradójicamente, una de las más maltratadas. Se les exige todo y se les paga poco. Se les responsabiliza de lo que la sociedad no quiere mirar: la violencia en los hogares, la ausencia de valores, la deserción de la esperanza. Pero ahí siguen. Con su cuaderno en la mano, su voz cansada, su corazón lleno. Porque saben que educar no es solo formar profesionales, sino humanos con criterio, con sueños, con empatía.

Quizá algún día la humanidad entienda que las guerras se previenen en las aulas. Que las revoluciones verdaderas empiezan con un libro abierto. Que no hay mayor inversión que la de formar un buen maestro, porque de él nacerán doctores, artistas, líderes, constructores, pero, sobre todo, personas con la capacidad de mirar al otro y decir: “yo también fui guiado, y ahora quiero guiar”.

La Tierra no necesita más influencers ni más celebridades efímeras. Necesita maestros. Maestros verdaderos. De los que no enseñan por un sueldo, sino por una vocación que atraviesa siglos y continentes. De los que entienden que cada alumno es un universo en expansión, y que cada palabra bien dicha puede cambiar el curso de una vida.

En un mundo que olvida fácil, ojalá no olvidemos esto: sin maestros, no hay futuro. Solo repetición.